Los judíos contemporáneos a Jesús si bien profesaban la fe en Dios, eran monoteístas, no pocas veces se dejaban llevar por otros dioses provenientes del paganismo, de ahí que insistentemente muchos profetas predicaran al Dios Uno, al tiempo que suplicaran a Dios piedad por el pueblo que dudaba, que “quema incienso en el altar de otros dioses”. Este Dios Uno quiso manifestarse y revelarse de manera definitiva en su hijo, Jesucristo, quien invitó a la conversión, es decir, a modificar hábitos y conductas de vida de acuerdo a una vida religiosa seria.
Antes de su partida prometió a sus discípulos el Espíritu Santo y lo envió a los cuarenta días de su resurrección, sentado a la derecha del Padre. El Espíritu termina de revelarnos la vida íntima de Dios Uno y Trino, pues nuestra fe es monoteísta, no creemos en tres dioses, sin embargo su amor es tan grande que es canalizado en la figura de las Tres Divinas Personas, la Santísima Trinidad: el amor, el amado y el amante.
El Espíritu procede del Padre y del Hijo, como rezamos en el Credo Niceno, al tiempo que ninguno es superior al otro, pues los tres son Dios; y ninguno es anterior a otro, su manifestación puede haber ocurrido antes o después pero los tres están desde el principio de la historia. Los Padres de la Iglesia ven en el relato de la creación un anticipo, cuando no casi una manifestación, de la Trinidad: “La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas” (Gn 1,2). La imagen que posteriormente se utilizará para representar al Espíritu Santo, la de una paloma, aparece prefigurada en este texto.
Contemplar el misterio de la Trinidad nos lleva a reconocer a Dios como nuestro único Señor en sus Tres divinas Personas, y a dejar de lado la creencia en otros dioses, es común hoy encontrarnos con cierto sincretismo religioso que identifica a las distintas Personas con fuerzas, energías, colores, nada de esto hay en la fe que profesamos los cristianos. Quien queda enlazado a este misterio glorifica a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo con cada acto de su vida, y torna su vida poniéndola en relación a aquello que Dios en su Hijo nos reveló y que por la fuerza del Espíritu podemos comprender, sin dejarse vencer por el desaliento, el cansancio, la oposición de mundo.
Quien cree en la Trinidad no vive una vida disociada donde la razón, el entendimiento y la voluntad van por diversos caminos, sino que los tres son encausados hacia una misma meta por la fe, esta es: la santidad. Pues por el bautismo que hemos recibido en nombre de las Tres divinas Personas somos depositarios de una vocación común: la santidad, una vida en la que lo ordinario se vuelve extraordinario.
escrito por Emilio Rodríguez Ascurra
(fuente: www.la-oracion.com)
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