Esto es consecuencia de la identificación de los presbíteros con Cristo, especialmente en la Eucaristía. Lo explicó Benedicto XVI, al responder a la pregunta de un sacerdote japonés, en la vigilia de la conclusión del Año sacerdotal: ¿cómo vivir el culto eucarístico, sin caer en un clericalismo o en un alejamiento de la vida cotidiana de las personas? El Papa le respondió yendo al punto central: “La Eucaristía no es cerrarse al mundo, sino precisamente la apertura a las necesidades del mundo”. En la Eucaristía se manifiesta de modo pleno y total el abajamiento de Dios y su abandono: su salida de sí mismo por amor nuestro. En la Eucaristía el sacerdote está para que todos los cristianos participemos de esa “aventura del amor de Dios”, al dejarnos atraer a la comunión del único pan, del único Cuerpo:
“Así debemos celebrar, vivir, meditar siempre la Eucaristía, como esta escuela de liberación de mi ‘yo’: entrar en el único pan, que es pan de todos, que nos une en el único Cuerpo de Cristo. Y por tanto, la Eucaristía es, de por sí, un acto de amor, nos obliga a esta realidad del amor por los demás: la Eucaristía el sacrificio de Cristo, es la comunión de todos en su Cuerpo. Y por tanto, de esta forma, debemos aprender a vivir la Eucaristía, que es además lo contrario del clericalismo, de cerrarse en sí mismos”. Y ponía el ejemplo de Madre Teresa de Calcuta, que se dio a los más pobres a partir de la oración ante el Sagrario.
Ciertamente, la apertura a los necesitados es una manifestación de la secularidad cristiana, es decir, del amor cristiano al mundo siguiendo a Cristo. Y por tanto, la preocupación por los demás –por sus necesidades materiales y espirituales– es un antídoto contra el clericalismo –tentación no exclusiva de clérigos–, que desconoce las exigencias de la Eucaristía y sus frutos: “Vivir la Eucaristía en su sentido original, en su verdadera profundidad, es una escuela de vida, es la protección más segura contra toda forma de clericalismo”.
Los obispos españoles habían llegado a una conclusión similar, un mes antes, cuando, con motivo del Corpus Christi presentaron un mensaje titulado: “El sacerdote, hombre de caridad” (15-V-2010). En ese documento señalaban que atender especialmente a los más pobres y necesitados es un deber para todo cristiano, y especialmente para el sacerdote; un deber que brota de la configuración con Cristo en la Eucaristía.
El argumento es claro: “Si la caridad es algo que pertenece a la naturaleza de la Iglesia y, en consecuencia, a toda la comunidad cristiana –señalaban los obispos–, tarea del sacerdote es hacer que en la comunidad cristiana se viva y exprese el servicio a los pobres. Compete al sacerdote procurar que cada uno de sus fieles sea conducido por el Espíritu ‘a la caridad sincera y diligente’”. Se recuerda con total acierto que la caridad no es sólo una tarea individual, sino que también pertenece a la comunidad cristiana, y por tanto necesita una organización y programación.
En el congreso de la diócesis de Roma –el pasado 15 de junio–, el Papa ha subrayado el valor central de la Eucaristía como actualización del sacrificio de Cristo y la verdad de la transustanciación. Y ha vuelto a insistir en que la Eucaristía exige la caridad: “Las necesidades y la pobreza de tantos hombres y mujeres nos interpelan profundamente: es Cristo mismo quien día a día, en los pobres, nos pide que le quitemos el hambre y la sed, que le visitemos en los hospitales y en las cárceles, que le acojamos y vistamos. La Eucaristía celebrada nos impone y al mismo tiempo nos hace capaces de convertirnos en pan partido para los hermanos, saliendo al paso de sus exigencias y entregándonos a nosotros mismos. Por este motivo, una celebración eucarística que no lleve a encontrar a los hombres allí donde viven, trabajan y sufren para llevarles el amor de Dios, no manifiesta la verdad que encierra”.
Tras el final del año sacerdotal, que coincidió con el Corpus Christi y la solemnidad del Corazón de Jesús, es, en efecto, un buen momento para que cada sacerdote se pregunte cómo a su alrededor puede crecer esta sensibilidad por los más pobres. Ante todo, en el corazón de cada cristiano, que deberá vivir la caridad con el prójimo de muchas maneras, según su condición, posibilidades y circunstancias. En segundo lugar, organizando ese servicio de la caridad en cada comunidad cristiana (las parroquias, las familias, los movimientos y demás grupos e instituciones eclesiales), pues la caridad es el signo por excelencia del Evangelio.
Hay que rezar y trabajar para que –como suele decir Benedicto XVI– la Eucaristía implique verdaderamente a todos los cristianos en la entrega de Cristo. Y qué bueno es pedir eso mismo para los sacerdotes, como hacen nuestros obispos: “Que configurados con Cristo Pastor, su corazón se conmueva siempre ante los pobres, los hambrientos, los excluidos, los marginados. Que identificados con Cristo Sacerdote renueven con gozo la ofrenda de sus vidas en cada Eucaristía al servicio de la salvación de todos los hombres. Que en el seno de nuestras comunidades cristianas sean los hombres de la caridad animando y presidiendo el ejercicio organizado de la caridad”.
escrito por Ramiro Pellitero,
Instituto Superior de Ciencias Religiosas, Universidad de Navarra
publicado en www.analisisdigital.com, 18-VI-2010
(fuente: www.encuentra.com)
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