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jueves, 30 de julio de 2015

¿Cómo distinguir lo bueno de lo malo?

La intención es importante, pero no lo es todo

Sabemos que los Diez Mandamientos de la ley moral natural fueron confirmados por el Evangelio. El Evangelio y los demás textos del Nuevo Testamento demuestran que Cristo enseñaba moral.

Y Cristo, al enseñar la moral, tenía en cuenta las dos dimensiones de los actos humanos: la exterior (visible, los actos externos) y la interior (la rectitud de la conciencia humana y de la voluntad).

La moral tiene que tener en cuenta estas dos dimensiones de los actos humanos. Estas dos dimensiones son como una hoja de papel que tiene largo y ancho; si se rompe por cualquiera de las dos partes deja de ser lo que era.

Una simple moral centrada sólo en las intenciones y que no tenga en cuenta las obras en las que se plasman las actitudes e intenciones sería una moral falsa o incompleta.

Ahora bien, el Señor concedía una importancia primordial a la dimensión interior, al corazón (en términos bíblicos).

Jesucristo enseñó que el mal reside en el corazón, es decir, en la conciencia y en la voluntad: "Lo que sale de la boca procede del corazón y eso hace impuro al hombre” (Mt 15,18).

Cristo lo subraya con más fuerza todavía cuando habla del "adulterio de corazón". Si se extirpa la mala raíz no hay malos frutos.

Jesús indica dónde se encuentra la causa, la raíz de esas obras que, en definitiva, son una manifestación de lo que hay en el interior.

Ahora bien, que la dimensión interior del acto humano tenga primordial importancia no quiere decir que la dimensión exterior, "la acción" no afecte a la persona ni que tenga relevancia moral.

Cualquier cosa mala, por muy buena que sea la intención con que se haga, no deja de causar el mal; y el acto humano que la realiza -compuesto de lo subjetivo y lo objetivo- resulta malo y daña a la persona.

Por tanto no es suficiente tener la intención de obrar rectamente para que nuestra acción sea objetivamente recta o conforme a la ley moral. Hace falta, además, que lo que se haga sea de verdad bueno.

El problema es que hoy en día hay mucha confusión entre lo que es moralmente bueno y lo que no lo es tanto en el foro interno como en el externo.

El pecado original no fue ni es el hecho de que nuestros primeros padres se hubieran comido una manzana, como tampoco fue o es una simple desobediencia a Dios, sino, instigados por el maligno, hacer pasar nuestros criterios de vida como norma suprema de conducta o norma divina, y desplazar a Dios y sus mandamientos.

Pero recordemos un texto muy valioso que nos ayudaría a pensar: “¡Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz; que tornen de lo amargo dulce, y de lo dulce amargo!” (Isaías 5, 20).

Es muy normal, hoy y siempre, ver las cosas al contrario; es la eterna tentación del maligno: que el hombre sea Dios y decida qué es lo bueno y lo malo.

Que se ha caído en esta tentación se ve en expresiones como: “Si algo me da placer (sin importar causas y consecuencias) es bueno; esto lo hace todo mundo por tanto es bueno; con hacer esto no le hago mal a nadie y menos si no me ven; no importa si es bueno o malo, lo importa que a mí me parezca bien; mirándolo bien no parece tan malo como decían, etc.”.

A veces lo bueno se ve malo o raro, se invierten las cosas, por ejemplo la correcta identidad sexual y el consecuente comportamiento sexual comienza a verse extraño; el valor de la familia es bueno y se pretende destruir como si fuera malo.

Los mandamientos que Dios nos ha dado son buenos pero para muchos son malos; que los niños sepan de Dios, está a veces mal visto e incluso se obstaculiza.

A veces cuanto más prohibido es más deseado. El bien ya no satisface al hombre y por lo tanto se busca el mal y luego se justifica. A veces se considera bueno cometer un delito, o se confunde lo legal con lo moral...

De esta manera no avanzamos sino que retrocedemos porque se pierde el norte (Dios) a causa de la perdida de la noción de pecado.

Pero podemos elegir en cambio lo que nos acerca a Dios, nuestro fin último y cuando elegimos así lo bueno, el bien experimentamos libertad y paz.

escrito por el Padre Henry Vargas Holguín 
(fuente: aleteia.org)

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