El cristiano vive en una continua tensión y lucha por hacer el bien. Vive en una continua conversión. Puede suceder a veces que, reconociendo nuestra necesidad de conversión y de volver a Dios, considerando la grandeza de la propia miseria, de los pecados pasados o presentes, nos dé “vergüenza” volver a Él en la oración. Nos sentimos pecadores, indignos de ser llamados sus hijos, llenos de miserias, como manchados en lo más profundo de nuestro ser.
El demonio se puede servir de algo que es natural, como es un sentimiento de indignidad y de vergüenza del propio pecado, para paralizar nuestra marcha hacia Dios y bloquearnos en nuestro camino espiritual, porque creemos que nuestros pecados son demasiado grandes para poder volver con confianza al Señor para ir a hablar con Él de corazón a corazón, pedirle perdón e implorarle fuerza.
Entonces puede venir un enfriamiento espiritual, un alejamiento cada vez mayor de las fuentes de la gracia y un endurecimiento del corazón que no queríamos, pero es una consecuencia de nuestro cortar las relaciones con el Señor.
¿Qué debo hacer?
Es lógico sentir vergüenza del propio pecado. Los primeros hombres después de su pecado se escondieron de Dios. Cuando el Señor busca a los primeros hombres en el jardín y no los encuentra, Adán le dice: “Te oí andar por el jardín y tuve miedo, porque estoy desnudo; por eso me escondí” (Gen 3, 10). Adán tiene miedo de Dios y se esconde de Él. A veces nos pasa así a nosotros, a causa de nuestros pecados que se nos hacen muchos, grandes, como una montaña demasiado alta para poderla superar. Pero el pecado no es nunca motivo para abandonar la oración, sino debe ser ocasión para redoblarla. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rom 5, 20). El enemigo de nuestras almas quiere fomentar el miedo a Dios. Si no conociéramos por la revelación el rostro misericordioso del Padre que nos muestra Cristo, tendríamos quizás razón para temer sus castigos y ocultarnos de Él, como hizo Adán.
Pero en la parábola del Padre misericordioso, el hijo pródigo no teme volver al Padre, aunque tiene vergüenza de presentarse ante Él, lleno de harapos, habiendo perdido todo, después de haber dilapidado su herencia con malas mujeres. Cuando se postra ante el Padre y recita la oración: “Padre, perdóname porque he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Trátame como uno de tus jornaleros” (Lc 15, 19.21), el Padre parece no oírle y el Evangelio ni siquiera nos dice cuál fue su respuesta. Sólo sabemos que manda a sus siervos traer los mejores vestidos y preparar un espléndido banquete.
Si el hijo no hubiera hecho esta oración de perdón al Padre, si se hubiera quedado rumiando su pecado, comiendo las pocas bellotas que le dejaban los puercos, no hubiera sido perdonado ni restaurado en su dignidad de hijo. No tengamos la tentación de abandonar la oración por el hecho de considerarnos pecadores. Al contrario, es entonces cuando más necesitamos la misericordia del Padre. Es entonces cuando el Padre se puede mostrar como lo que Él es, Misericordia infinita. Por eso cuando el peso de los pecados nos abrume, sepamos confiar en la misericordia divina y no temamos con plena confianza pedirle sinceramente perdón. Hagamos una oración de petición de perdón, serena y confiada. Sólo Él, en el sacramento de la confesión, puede sanar nuestras heridas y abrirnos con esperanza a una vida nueva.
escrito por P. Pedro Barrajón, L.C.
(fuente: www.la-oracion.com)
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