Los estudiantes, en general, no tienen totalmente en claro para qué van a la escuela. Poseen brumosas imágenes, según las cuales estudiar es indispensable para conseguir un trabajo digno, progresar en la vida o convertirse en una persona buena y culta, socialmente aceptada. Pero todo eso, a la edad de ellos, se presenta como lejano y difuso. Constituye una seria dificultad explicar a un estudiante de nivel primario o secundario las razones por las cuales debe pasar muchas horas del día encerrado entre las paredes del aula, cumpliendo con obligaciones que pocas veces valora o entiende. Un adulto puede ver a su lugar de trabajo como un sitio de encierro, pero se somete a esa cárcel porque el salario que se lleva le es indispensable para vivir. Los chicos no llegan a comprender para qué se los obliga a aprender matemática, geografía, historia, biología y muchas cosas más, cuando a ellos poco y nada les interesa. Por eso es que suelen reaccionar con la clásica y milenaria indisciplina, correlato casi obligado de una situación que se vive como un ahogo. Y esa indisciplina lleva a diferentes formas de castigo o represión, que hoy están atenuadas, pero que en otros tiempos fueron terribles.
Las respuestas que se escuchan ante este problema giran alrededor de algunas ideas más o menos comunes. La carga de la culpa puede volcarse hacia el niño (o adolescente) que estaría evitando lo que es su obligación, supuestamente ineludible; o hacia la escuela responsabilizándola por no haber sido capaz de crear en sus alumnos la conciencia de la importancia que tiene lo que en ella se hace. A veces se puede reprochar a la institución escolar por no haber sido capaz de cultivar la pedagogía del esfuerzo, según la cual los aprendizajes son obligaciones que requieren ser cumplidas, aunque no resulten agradables. Este problema, que no es nuevo, se ha agudizado particularmente en nuestra época, en la medida en que han crecido los intereses no escolares capaces de atrapar a los chicos (como la TV, por ejemplo). Algunos pedagogos o docentes con inquietudes se preguntan qué es lo que hace mal (o no hace) la escuela para granjearse el desinterés de sus alumnos.
Ese histórico odio o rechazo no existe en todos los niveles del sistema escolar. Los niños de los jardines de infantes (una institución relativamente nueva, en términos históricos) suelen ir a la escuela contentos y exhiben orgullosos lo que en ella hacen. Algo parecido ocurre, aunque el amor va disminuyendo gradualmente, en los primeros tramos de la escuela primaria.
Cuando se pregunta a los adultos acerca de esta clarísima diferencia de actitudes contestan que en el jardín de infantes los niños juegan, pero no estudian. Esto equivale a ignorar la cantidad y calidad de los aprendizajes que se realizan en el nivel inicial, sin necesidad de aplicar castigos. No se suele considerar que la libertad es el signo característico en ese nivel y que el placer, y no el rechazo, se constituye en el motivo dominante para las criaturas que concurren a él. Juego y trabajo, en los jardines de infantes, no se diferencian.
Hoy es bastante corriente que los niños del nivel inicial, en virtud de los estímulos que los rodean realicen sus primeras experiencias voluntarias con la lectoescritura antes de llegar a la escuela primaria y no es raro encontrar, entre las criaturas de cinco años o menos, chicos que ya leen y escriben o están en franco camino hacia ese aprendizaje. Algo similar se produce en lo relacionado con la adquisición de los números y de la matemática elemental. Cuando el dinosaurio Barney explica las figuras geométricas desde la TV, ante chiquitines que lo contemplan embelesados, es muy evidente que no necesita salir de la pantalla para retarlos, porque ellos lo seguirán mirando y aprendiendo.
El amable cuadro que se puede encontrar en los jardines de infantes no se repite en el resto de la escuela. Casi es innecesario decir que cuando se pasa a las etapas de la adolescencia todo se pone peor, porque en la segunda enseñanza el odio hacia la escuela y las ganas de escapar lo más pronto posible del aula se vuelven más grandes. Claro que no todos los chicos piensan y actúan con estos criterios muchas veces la escuela logra atrapar el interés de sus alumnos, pero ésta no es la regla general.
Puede decirse, de todos modos, que de una manera generalmente insensible, que escapa, incluso, a la percepción de muchos especialistas en el área educativa, el buen clima del jardín de infantes se está desplazando hacia el resto del sistema escolar.
Esto explica por qué, en los primeros grados de la escuela primaria pueden hallarse, todavía, el gusto y el interés que están vivos en los años del jardín. Pero el cambio no es fácil y exige muchas transformaciones, que no se pueden producir de un día para otro.
De todas maneras, en un momento determinado, las opiniones infantiles sufren un vuelco y la escuela se convierte en un sitio detestable, del cual lo único digno por rescatar está dado por los recreos o la amistad de los compañeros.
El ya antiguo problema de Pinocho sigue vivo. Se podría retroceder mucho más en el tiempo y encontrar cuadros no idénticos, sino peores. La institución escolar, a pesar de no ser un imán para sus alumnos, no es hoy vista tan espantosamente como lo era en épocas pasadas, incluso en las no demasiado lejanas. Juan Manuel Serrat cantó unos versos de Antonio Machado, poeta español del siglo pasado, en los cuales contempla las moscas del salón de clases, deseando la libertad que ellas tienen para ir donde les plazca, mientras él sigue preso.
Hace falta bastante más que un reducido artículo periodístico para mostrar lo que la escuela necesita, realmente para salir de un cuadro de situación que todos admiten como deplorable. Pero puede decirse que los intentos de volver al pasado, aplicados a chicos que "están en otra", no pueden sino conducir al fracaso.
La escuela necesita, imperiosamente, "vender" sus productos y acabar con el rechazo milenario que sus alumnos manifiestan hacia ella. La antigua repulsa hacia la institución escolar por parte de los estudiantes ha sido reemplazada, en buena medida, por un estado de "quemeimportismo", que se apoya en las decaídas fuerzas de los docentes para vencer en una lucha en la que éstos ya han sido derrotados.
Los chicos van a la escuela porque reconocen que no ir es todavía peor, en un país dominado (lo mismo que en gran parte del mundo) por el desempleo y la explosión escolar, caracterizada por la extensión jamás vista de la cantidad de estudiantes (tenemos once millones de alumnos en nuestro sistema educativo). No tiene nada de raro que hoy se reclamen estudios secundarios a las mucamas o a los empleados de los supermercados. En esas condiciones la escuela se convierte en un auxilio inevitable para la supervivencia y no alcanzar los diplomas que para conseguir trabajo se requieren equivale a una condena social cuyas consecuencias están a la vista.
No cabe duda de que la escuela puede ganar la batalla del interés, si le cabe ese nombre, si encuentra la manera de atrapar la voluntad de sus alumnos hacia lo que en ella se hace. El ejemplo de los jardines de infantes, donde realmente se aprende y mucho puede servir de base para transformar la escuela en una institución deseada por sus alumnos, alejada de todo lo que pueda significar odio, rechazo o fracaso.
El afán por aprenderlo todo, al ritmo que el propio crecimiento determina, se encuentra en cualquier criatura. Podemos ver a los pequeñitos conociendo infatigablemente la realidad que los rodea, con las manos, con la boca, con los ojos, con todo su cuerpo. Y también encontramos a los niños de más edad demostrando curiosidades interminables, de mil distintas maneras, preguntando eternamente el porqué de las cosas, queriendo comprender mecanismos y fenómenos, esforzándose tenazmente para adquirir dominio sobre sí mismos y el mundo circundante. Que este poderoso y magnífico poder asimilador, con el cual llegamos al mundo, pueda debilitarse o alcanzar el agotamiento después, es algo que nos debe preocupar vivamente, pues la escuela suele tener una parte decisiva en su pérdida.
La escuela necesita transformarse, pero no en los sentidos que muchos reclaman, sino buscando el camino en su capacidad para atraer a sus alumnos, a fin de que se sientan partícipes de una experiencia positiva y no de una situación de encierro.
¿Es imposible? Cualquiera de nosotros que haya vivido, siquiera una vez, la experiencia del aprendizaje que se realiza en medio de un interés mayúsculo y con resultados altamente favorables puede contestar que no.
(*) Escrito por Germán Gómez para Diario "La Nación" (www.lanacion.com.ar)
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