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miércoles, 25 de febrero de 2009

¿Ordenó Jesús amar a los enemigos?

por Ariel Álvarez Valdés
Teólogo
(extraído de http://www.san-pablo.com.ar/)

Uno de los sermones más revolucionarios y exigentes pronunciados por Jesús, es el llamado “Sermón de la Montaña” (Mateo 5-7).

Ante sus atónitos oyentes, ese día dijo entre otras cosas que con sólo mirar se puede cometer adulterio (5, 27-28); que decirle “imbécil” a alguien equivale a matarlo (5, 21-22); que si nos hacen el mal, no debemos ofrecer resistencia (5, 38-39). Quizás en ninguna otra parte, como aquí, Jesús resume el elevado ideal que supone el cristianismo.
Pero el asombro llega ya al colmo, cuando al promediar su sermón el Señor exclama: “Han oído ustedes que se dijo: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: amen a sus enemigos, y rueguen por los que los persigan” (5, 43-44).

Si no lo hubiera dicho Jesús nos parecería ridículo y absurdo. Aún así, cuesta creer que hable en serio. En efecto, ¿es posible mandar el amor? ¿Alguien puede ordenarnos sentir afecto por otro? Si la inclinación cariñosa hacia una persona es espontánea e involuntaria, ¿cómo Jesús puede obligarnos a ello? Y peor todavía: ¿cómo amar a alguien que es nuestro enemigo?

El amor sexual

Para evitar conclusiones equivocadas, es necesario averiguar qué quiso decir Jesús, y así sabremos qué es lo que en realidad exigió a sus seguidores cuando ordenó amar a los enemigos.

Todo el problema radica en que, en castellano, usamos siempre el único y mismo verbo “amar”, cualquiera sea el amor o sentimiento al que nos queramos referir. Mientras que en la lengua griega, en que fueron compuestos los Evangelios, existen cuatro verbos distintos para decir “amar”, cada uno con un sentido diferente.

En primer lugar tenemos el verbo erao (de donde deriva la palabra “eros” y el adjetivo “erótico”). Significa “amar” pero en sentido sexual. Se lo emplea siempre para referirse al afecto pasional, a la atracción mutua del hombre y la mujer en su aspecto espontáneo e instintivo. Alude, pues, al amor placentero.

Por ejemplo, en el libro de Ester se dice: “el rey Asuero amó (erao) a Ester más que a las otras mujeres de su corte” (2, 17). Y en el libro del profeta Ezequiel se lee: “Por haber hecho esto, voy a reunir a todos los que te amaron (erao) y con los cuales gozaste, y descubriré tu desnudez delante de ellos” (16, 37).

Este verbo se emplea, pues, en griego, para describir al amor romántico y carnal.

El amor familiar

Otro verbo griego que significa amar es stergo. Indica el amor familiar, el cariño del padre por su hijo, o del hijo hacia su padre.

Platón, por ejemplo, decía: “El niño ama (stergo) a quienes lo han traído al mundo, y es amado por ellos”. Otro escritor griego, Filemón, expresaba: “Un padre es dulce para su hijo, cuando es capaz de amarlo (stergo)”.
También en la Biblia aparece este verbo. San Pablo en su carta a los romanos les pedía: “Tengan una caridad sin fingimiento, detestando el mal y uniéndose al bien; y ámense (stergo) cordialmente los unos a los otros” (12, 10). Pablo usa a propósito este verbo, pues considera que los cristianos deben sentirse miembros de una misma familia.

Stergo, entonces, alude al amor doméstico, de familia, ese amor que no se merece porque brota naturalmente de los lazos del parentesco.

El amor de amigos

Un tercer verbo griego que se emplea para decir amar es fileo. Expresa el amor de amistad, el afecto cálido y tierno que se siente entre dos amigos. En castellano sería más apropiado traducirlo por “querer”. Así, cuando Lázaro, el amigo de Jesús, se enfermó, sus hermanas mandaron a decirle: “Señor, aquél a quien tú quieres (fileo) está enfermo” (Jn 11, 2). Y cuando María Magdalena no encuentra el cadáver de Jesús en la tumba, sale corriendo para buscar a Pedro y “al otro discípulo a quien Jesús quería (fileo)” (20, 2). Y el autor de la carta a Tito se despide: “Saluda a los que nos quieren (fileo) en la fe” (3, 15).

El verbo está tan relacionado con la acción de querer con amistad, que de él se desprendió la palabra filos (amigo), muy empleado en el Nuevo Testamento. Así, en la parábola del hijo pródigo, el hermano mayor le reclama a su padre: “Hace tantos años que te sirvo y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos (filos)” (Lc 15, 19). Y el mismo Jesús en la última cena al despedirse de sus apóstoles les dice: “Ustedes son mis amigos (filos) si hacen lo que yo les mando” (Jn 15, 14).

Vemos, entonces, que en griego se reserva generalmente la palabra fileo para el amor de camaradería, de amistad, el que de algún modo supone una respuesta, una retribución.

El amor caritativo


Queda el cuarto y último verbo, y es agapao. Se lo utiliza para el amor de caridad, de benevolencia, de buena voluntad; el amor capaz de dar y mantenerse dando sin esperar que se le devuelva nada. Es el amor totalmente desinteresado, completamente abnegado, el amor con sacrificio. De este verbo se deriva la palabra ágape (= amor de caridad).

Es el que usa san Juan cuando, al empezar el relato de la última cena, escribe: “Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos (agapao), los amó hasta el extremo” (13, 1). Y cuando Jesús dice: “Como el Padre me amó, yo también los he amado (agapao). Permanezcan en mi amor” (Jn 15, 9). Y cuando les recuerda a los apóstoles: “Nadie tiene mayor amor (agápe) que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13).

Según esta cuarta categoría de “amor”, no importa lo que una persona pueda hacer, o hacernos; no importa la forma en que nos trate, o si nos injuria u ofende. Siempre estará en nosotros la posibilidad de “amarla”, que no consiste en “sentir algo” por ella sino en “hacer algo” por ella, prestarle un servicio, brindarle una ayuda, aunque afectivamente no se lo sienta.

El amor de agapao no consiste en lo afectivo sino en lo efectivo. Es un amor racional y activo. Es el amor teológico. El amor total.

Pretenciosa pregunta

Como dijimos antes, para traducir al castellano estos cuatro verbos griegos tenemos una única palabra: amar. Esto hace que no siempre se capten las diferencias de cada uno.

Un ejemplo ya clásico, es el famoso episodio en el que Jesús resucitado se aparece a los apóstoles junto al lago de Tiberíades. Después de comer con ellos, preguntó a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?”. Pedro le contestó: “Sí, Señor, tu sabes que te amo”. Jesús le dijo: “Apacienta mis corderos”. Luego volvió a interrogarlo: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. Pedro le respondió: Sí, Señor, tú sabes que te amo”. Jesús entonces le dijo: “Apacienta mis ovejas”. Poco después le preguntó por tercera vez: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. Pedro, entonces, se entristeció de que le preguntara por tercera vez, y le contestó: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo”. Y Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15-7).

Este relato esconde, en griego, un juego de palabras que resulta intraducible al castellano.

Una humilde respuesta

En efecto, cuando Jesús pregunta por primera vez a Pedro si lo ama, usa el verbo agapao. La frase sonó así: “Símon, ¿agapás me?” (v. 15). Pero Pedro le responde con fileo, y le dice: “Filo se”.

Es decir, Jesús le pregunta a Pedro si lo ama con el amor total, el amor de entrega y de servicio incondicional, el amor que compromete a fondo la vida sin esperar recompensa. Y Pedro, que días antes había traicionado al Señor, y se sabía débil e inmaduro, responde humildemente con el verbo fileo, menos pretencioso. No se siente capaz del amor supremo de agapao.

Cuando Jesús le hace por segunda vez la misma pregunta: “Símon, ¿agapás me?” (v. 16), Pedro adivina la insistencia de su Maestro, pero nuevamente responde con el verbo fileo.

Entonces Jesús, que nunca exige más allá de sus posibilidades a nadie, y que sabe esperar con paciencia el proceso de madurez de cada uno, pregunta por última vez, pero ahora en los términos que puede responder Pedro: con el verbo fileo. Y le dice: “Símon, fileis me?”. Entonces sí Pedro, aunque triste, se siente identificado en la pregunta, y en esos términos responde. Y Jesús lo acepta. Pero le predice que su amor no quedará allí. Que crecerá, madurará, y logrará al agapao requerido, pues un día llegará a dar su vida por el Maestro (Jn 21, 18-19).

Aunque sabemos que Jesús hablaba en arameo, el evangelista Juan puso este diálogo en su boca para dejarnos una preciosa lección.

Lo que manda el mandamiento

Volviendo a la frase de Jesús, cuando ordenó amar a los enemigos no utilizó el verbo erao, ni stergo, ni fileo sino agapao. Y con esta precisión, podemos descubrir mejor qué fue lo que quiso enseñar.

Jesús nunca pidió que amáramos a nuestros enemigos del mismo modo que amamos a nuestros seres queridos. No pretendió que sintiéramos el mismo afecto que sentimos por nuestro cónyuge, nuestros familiares, o nuestros amigos. Si hubiera querido esto, habría empleado otros verbos.

El amor que Jesús exige aquí es otro. Es el ágape. Y éste no consiste en un sentimiento, ni en algo del corazón. Si dependiera de nuestro afecto, no solamente sería una orden imposible de cumplir, sino además absurda, ya que nadie puede obligarnos a sentir afecto.

El ágape que Jesús pide consiste en una decisión, una actitud, una determinación que pertenece a la voluntad. Es decir que invita a “amar” inclusive en contra de los sentimientos que experimentamos instintivamente. El amor que ordena no obliga a sentir aprecio o estima por quien nos ha ofendido, ni devolver la amistad a quien nos ha agraviado o defraudado. No. Lo que pide es la capacidad de ayudar y prestar un servicio de caridad, si algún día nos necesita aquél que una vez nos ofendió.

Con tres ilustraciones

Con tres breves comentarios, el mismo Jesús se encarga de explicar, en el Evangelio de Lucas, el alcance del amor a los enemigos (6, 27-28).

En primer lugar dice: “Háganles el bien”. No sólo prohibe la venganza de las ofensas recibidas, sino que manda ayudarlos si alguna vez están en dificultades y necesitan de nosotros. Es lo que dice san Pablo: “Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber”. Y agrega citando al libro de los Proverbios: “Haciendo esto amontonarás carbones encendidos sobre su cabeza” (Rom 12, 20). Se entiende que por el remordimiento y la turbación, puesto que él verá que es nues­tro enemigo mientras que nosotros no somos enemigos de él.

En segundo lugar pide: “Bendíganlos”. Y bendecir significa “decir bien”, “hablar bien” de alguien. No se trata, ciertamente, de mentir virtudes ajenas, ni de decir que alguien es bueno cuando en realidad es malo, ni de alabarlo cuando no se lo merece. Bendecir significa poder hablar bien de alguien que se lo merece y es justo hacerlo, aún cuando tenemos algo contra él o nos resulta antipático.

En tercer lugar agrega: “Recen por ellos”. Orar por alguien que lo necesita, aunque sea enemigo nuestro, es una manera de enviar a su corazón la gracia de Dios. Y nunca la gracia de Dios sobre nuestro enemigo puede resultar perniciosa para nosotros. Al contrario, nuestra oración lo beneficiará y tendremos, así, a alguien menos enemigo. Además, nadie puede rezar en favor de otro y seguir con el mismo resentimiento. Sucede algo en el interior del que reza que le impide sentir el rencor de antes.

Orar por alguien que nos ha ofendido es la forma más segura de empezar a sanar las heridas interiores. Es, pues, una manera de rezar también por nosotros.
Perdón y olvido

Queda por aclarar una última cuestión. Mucha gente se siente culpable porque perdona pero no olvida. Y cree que eso está mal, pero no puede evitarlo.

El perdón, ¿implica necesariamente el olvido? Para tranquilidad de los cristianos debemos decir que no, que no es necesario olvidar. Porque la memoria es una facultad que obra independientemente de nuestra voluntad. La prueba está en que muchas veces nos proponemos olvidar situaciones desagradables vividas, y no podemos. Y otras veces queremos recordar cosas y no lo logramos.

Por lo tanto, cuando una persona resulta ofendida, si tiene buena memoria o si la ofensa fue muy grande, posiblemente la recordará toda su vida, y no tiene la culpa. Por eso el perdón no supone necesariamente el olvido. Uno puede perdonar, y seguir recordando la ofensa. Puede disculpar un agravio, y evocarlo espontáneamente cada tanto a causa de su buena memoria.

Lo que sí no debe hacerse es traer a la memoria constantemente, y por propia voluntad, los recuerdos desagradables y las injurias sufridas, para mantenerlas vivas. Esa sería una manera enfermiza de recordar.

Iguales a su Padre

¿Por qué razón los cristianos debemos tener amor por nuestros enemigos, actitud de servicio para nuestros ofensores, buena voluntad para con todos? Jesús lo explica: porque así nos pareceremos más a Dios. El actúa de esa forma. “El Padre que está en el cielo hace salir el sol sobre buenos y malos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5, 45).

Esta actitud de Dios puede resultarnos desconcertante. Incluso los judíos se sentían conmovidos e impresionados por la extraordinaria benevolencia que Dios demuestra tanto por los santos como por los pecadores. Una leyenda judía cuenta que cuando los egipcios, persiguiendo a los israelitas durante el éxodo, se hundieron en las aguas del Mar Rojo, los ángeles en el cielo entonaron cánticos de alegría. Pero Dios los hizo callar y les reprochó con tristeza: “La obra de mis manos acaba de perecer ahogada en el mar, ¿y ustedes me cantan un himno de alabanza?”.

Pero el amor de Dios es así de universal. Su auxilio, su disponibilidad, su protección, son para todos los hombres, sean creyentes o ateos, sea que lo amen o lo ofendan. Y así también debe ser nuestro amor. Es el único modo de volvernos semejantes a él.

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