En aquel tiempo, se le acercó a Jesús un leproso para suplicarle de rodillas: "Si tú quieres, puedes curarme". Jesús se compadeció de él, y extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: "¡Sí, quiero: Sana!". Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio. Al despedirlo, Jesús le mandó con severidad: "No se lo cuentes a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo prescrito por Moisés". Pero aquel hombre comenzó a divulgar tanto el hecho, que Jesús no podía ya entrar abiertamente en la ciudad, sino que se quedaba fuera en lugares solitarios, a donde acudían a Él de todas partes.
Palabra del Señor.
Gloria a ti Señor Jesús.
Gloria a ti Señor Jesús.
En el la lectura escogida para este día domingo, vemos otra de las tantísimas manifestaciones de la divinidad de Jesús (sí, Jesús es Dios).
En aquellos tiempos, la lepra era considerada una terrible enfermedad: quien la padecía veía como su cuerpo se iba desfigurando además de las lógicas molestias que le acarreaba; por otro lado, el leproso era persona que sufría la marginación social por dos motivos: una por lo contagiosa que resultaba ser la lepra y otra, porque el estar enfermo era considerada una manifestación de la impureza del alma. Esa marginación social que sufría el leproso estaba regida por la Ley de Moisés, que ordenaba como debía vestirse el enfermo, quien debía ir gritando a su paso “¡Estoy contaminado! ¡Soy impuro!” (Lv. 13, 1-2.44-46).
Todos rechazaban a los leprosos... menos Jesús. Nuestro Señor tuvo compasión de la tremenda fe de aquel hombre y accedió a su pedido de ser curado. Ese hombre buscó a Jesús con humildad y con convicción, reconociéndolo como Dios y le pidió su sanación.
Después de curarlo, Jesús le pide discreción a ese hombre. No es un detalle menor porque Jesús quería que la gente no se quedar solo en el milagro, sino que se diera cuenta que eran solo signos de la majestad de Él. Cualquiera de nosotros puede tener "ciertas lepras" en el alma, es decir, pecados y/o manías que nos contaminan el alma y que nos alejan de Dios.
Nos puede pasar que recurramos a Dios (o, en el peor aún, a curanderos) para buscar el "milagrito", ser curados instantáneamente y seguir nuestra vida tal como la veníamos viviendo. Dios nos pide un poco más: si Él nos cura de alguna enfermedad es para que lo reconozcamos como tal y para que esa sanación física sea acompañada por un sincero arrepentimiento de los pecados y toda la voluntad para empezar una nueva vida.
Una buena forma de ir curando nuestras "lepras del alma" es acceder al Sacramento de la Confesión para luego tomar la Santa Eucaristía. Dios nos ha regalado sus Sacramentos como signos visibles de su Gracia e Infinito Amor para todos y cada uno de nosotros.
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