Está ahí, detrás de la puerta del departamento de al lado, en esa señora tan antipática e intrigante que trato de esquivar cada vez que amenaza con entrar conmigo en el ascensor… Y en ese pariente que hace treinta años cometió una injusticia con mi padre y entonces le quité el saludo… Se sienta detrás de ti en el banco de la escuela y nunca, nunca los miraste a la cara, desde cuando te acusó ante el profesor… Y esa chica que era tu amiga y después te plantó para irse con otro… Y ese comerciante que te estafó…
Son esos que en la política no piensan como nosotros, por lo que los declaramos nuestros enemigos. (…) Como así también están y estuvieron siempre los que ven como enemigos a los sacerdotes y odian a la Iglesia.
Y bien, a todos estos y una infinidad de otros que llamamos enemigos, hay que amarlos. ¿Hay que amarlos? ¡Sí, hay que amarlos! Y no creer que nos las podemos arreglar simplemente cambiando el sentimiento de odio por otro más benévolo.
Hay más. Escuchá lo que dice Jesús: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian. Bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los difaman.” ¿Ves? Jesús quiere que venzamos el mal con el bien. Quiere un amor traducido en gestos concretos.
Se nos ocurre preguntarnos: ¿Cómo es que Jesús nos da semejante mandato? La realidad es que Él quiere modelar nuestra conducta sobre la de Dios, su Padre, que “hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos” (2). Es esto. No estamos solos en el mundo: tenemos un Padre y debemos parecernos a Él. No sólo eso, sino que Dios tiene derecho a pedirnos este comportamiento porque mientras nosotros éramos sus enemigos, estábamos todavía en el mal, Él nos amó primero (3), mandándonos a su Hijo, que murió de esa terrible manera por cada uno de nosotros.
Esta lección la había aprendido el pequeño Jerry, el niño negro de Washington, que, por su alto coeficiente intelectual, había sido admitido en un grupo especial de chicos, todos blancos. Pero la inteligencia no le bastó para hacer comprender a los compañeros que era igual a ellos. Su piel negra le había procurado el odio general, tanto que el día de Navidad todos los chicos se hicieron mutuamente regalos, ignorando a Jerry. El niño lloró. ¡Se entiende! Pero cuando llegó a su casa pensó en Jesús. “Amen a sus enemigos” y de acuerdo con la mamá compró regalos y los distribuyó con amor a todos sus “hermanos blancos”.
¡Qué dolor ese día para Elisabetta, la muchachita de Florencia, cuando al subir los escalones para ir a misa escuchó las burlas de un grupo de chicos de su edad! Aunque quería reaccionar, sonrió, y al entrar a la iglesia rezó mucho por ellos. A la salida, la detuvieron y le preguntaron el motivo de su comportamiento, que ella explicó que, por el hecho de ser cristiana, debía amar siempre. Lo dijo con una convicción ardiente. Su testimonio fue premiado: el domingo siguiente vio a todos esos jóvenes en la iglesia, de lo más atentos, en la primera fila. Así toman los jóvenes la Palabra de Dios. Por esto son grandes delante de Él.
Tal vez conviene que arreglemos también nosotros alguna situación, tanto más sabiendo que seremos juzgados por cómo juzguemos a los demás. Somos nosotros, de hecho, los que ponemos en la mano de Dios la medida con la cual Él debe medirnos(4). ¿No le pedimos, acaso, “perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido”?(5) Entonces, ¡amemos a nuestro enemigo! Solamente actuando así se pueden reparar desuniones, derribar barreras, se puede construir la comunidad.
¿Es grave? ¿Es penoso? ¿No nos deja dormir el sólo pensarlo? Ánimo. No es el fin del mundo: un pequeño esfuerzo de nuestra parte, después el 99 por ciento lo hace Dios, y… en nuestro corazón, un río de alegría.
(1) Esta Palabra de Vida fue publicada en mayo de 1978.
(2) Cf. Mt. 5, 45.
(3) Cf. 1 Jn 4, 19.
(4) Cf. Mt 7, 2.
(5) Mt 6, 12.
escrito por Chiara Lubich
Publicación mensual del Movimiento de los Focolares
(fuente: www.radiomaria.org.ar)
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