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domingo, 19 de enero de 2014

Aquel que es la Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros. A todos los que lo recibieron les concedió poder llegar a ser hijos de Dios

Lectura del Santo Evangelio según San Juan
(Jn 1, 29-34)
Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, vio Juan el Bautista a Jesús, que venía hacia él, y exclamó: “Este es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo. Éste es aquel de quien yo he dicho: ´El que viene después de mí, tiene precedencia sobre mí, porque ya existía antes que yo´. Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar con agua, para que El sea dado a conocer a Israel”. Entonces Juan dio este testimonio: “Vi al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y posarse sobre El. Yo no le conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquel sobre quien veas que baja y se posa el Espíritu Santo, Ese es el que ha de bautizar con el Espíritu Santo”. Pues bien, yo lo ví y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios.”

Palabra del Señor.
Gloria a ti Señor Jesús.

Con su testimonio, el Bautista saca del anonimato a Jesús y lo presenta al mundo como aquel al que se estaba esperando, aquel que viene a quitar el pecado. Juan vio cumplirse en Jesús la señal y entonces lo proclama "Hijo de Dios".

El testimonio de Juan es el testimonio de un cristiano: Jesús es confesado públicamente . Hoy también Jesús necesita de quien lo reconozca y lo presente ante el mundo. Juan lo reconoció porque se había preparado y había predicado a los demás la conversión a Dios.

El Evangelio hoy nos recuerda el testimonio del Bautista sobre Jesús; ya el mero hecho que los primeros cristianos, después de la resurrección, cuando ya no albergaban duda alguna sobre la identidad de su Señor, conservaran la opinión que Juan tenía de Cristo, nos identifica la importancia que concedían a cuanto el Bautista pensaba sobre la misión de Jesús, cuando aún era un perfecto desconocido entre sus contemporaneos. Fueron las palabras de Juan las que lograron que la gente que lo había ido a oír a él se fijara por primera vez en Jesús.

Sin el testimonio de Juan, Jesús hubiera pasado desapercibido entre la muchedumbre. Juan tuvo el coraje de ser el primero en identificar a Jesús como el vencedor del pecado y la valentía de no silenciar cuanto sabía, sólo porque podría resultar demasiado increíble a los oyentes. Avalado por el Bautista, Jesús pudo empezar a manifestarse entre los hombres.

Pero el evangelio no quiere recordarnos hoy simplemente el mérito que asistió al Bautista. Pretende, más bien, llamarnos la atención sobre la necesidad del testimonio cristiano para que Jesús pueda ser reconocido. De entre todos los que a él acudieron, Juan identificó a quien él estaba esperando: al Salvador del mundo. Y tuvo el coraje suficiente para decirlo en público.

Afirmando la misión de Jesús, Juan renegó de la suya, apocándose. Señalando en Jesús al Cordero que quita el pecado, envió hacia Jesús a todos los que habían acudido a verle a él. Fue absolutamente desprendido de cualquier egoísmo que lo llevara a conservar a sus discípulos consigo.

No es fácilmente comprensible, no es ni siquiera del todo lógico, pero es un hecho innegable: Jesús necesitó del Bautista para darse a conocer; la presencia de Dios en el mundo hubiera pasado desapercibida, nadie habría valorado su voluntad de cercanía con los hombres.

Como en los días del Bautista, hoy sigue Dios necesitando de hombres que lo testimonien, sólo porque saben que Dios persiste en sernos cercanos. Sin duda uno de los males de nuestra sociedad, y de nuestro corazón, es la ausencia de Dios. Donde Dios está ausente, es fácil convertirnos en señores; allí donde no hay que respetar a Dios, es difícil que sea respetada la libertad.

En un mundo donde Dios no es ya nuestro prójimo ni nos guarda, no se respeta al prójimo; para no tener que responder ante Él de lo que somos y de cuanto hacemos, nos hemos hecho la ilusión de andar solos por la vida y de ser dueños de nuestro mundo.

Nos hemos olvidado que intentar echar a Dios fuera de nuestra existencia, no la convierte en un paraíso. Esconderse de Dios, negándose a responder ante Él, fue el pecado del primer hombre y sigue siendo, por desgracia, la actitud fundamental del hombre de hoy. Y así no logramos más que hacer penoso el trabajo de nuestras manos, más frágil la vida y menos paradisíaca nuestra existencia en esta tierra.

Y todo, porque nos faltan creyentes que se dediquen a vivir testimoniando cuanto creen.

Necesitamos para seguir creyendo, para seguir sintiendo la presencia de Dios, de personas a nuestro alrededor que nos identifiquen a Jesús, que nos lo descubran en nuestra vida, que nos lo hagan cercano y creíble, próximo y familiar.

Sólo así nacerán de nuevo las ganas de seguirlo y tendremos tiempo para acompañarle y sentirnos atendidos.

El cristiano hoy, como el Bautista ayer, ha de vivir para señalar la presencia de Dios en el mundo, para no permitir que se le ignore o se le arrincone, para no dejar que se le silencie o se le olvide.

Aunque personalmente no perdamos nunca de vista a Dios, si lo pierde nuestro mundo por causa de nuestro silencio, lo estaremos perdiendo todos: la mejor manera de sentir la presencia de Dios hoy, es dedicarse a proclamarlo presente: el testigo defiende su experiencia cuando la publica. A esto estamos llamados los creyentes.

Mas ¿por qué se ha de lavar el Autor de la limpieza? Porque el Bautismo hoy empieza y él lo quiere inaugurar.

Juan es gracia y tiene tantas, que confiesa el mundo de él que hombre no nació mayor ni delante, ni después.

Y, para que hubiera alguno mayor que él, fue menester que viniera a hacerse hombre la Palabra que Dios es.

Esta Palabra hecha carne que ahora Juan tiene a sus pies, esperando que la lave sin haber hecho por qué.

Y se rompe todo el cielo, y entre las nubes se ve una paloma que viene a posarse sobre él.

Y se oye la voz del Padre que grita: "Tratadlo bien; mi hijo querido es". Y así Juan, al mismo tiempo, vió a Dios en personas tres, voz y paloma en los cielos, y al Verbo eterno a sus pies. Amén.


RECURSOS PARA LA HOMILÍA


Nexo entre las lecturas

Los textos de hoy nos hablan de distintas maneras del objetivo de la misión de Jesús como Dios hecho hombre: “quitar el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Esta realidad y el modo en que se lleva a cabo es expresado de diversas formas. El profeta Isaías nos dice que el siervo de Yahvé es consciente de haber sido elegido para hacer que el pueblo de Israel vuelva a Dios. El siervo experimenta la dureza y dificultad de su misión. Incluso él cree que su suerte está en Yahvé. El salmo 39 parece resaltar el contraste entre el sacrificio ritual de la ley de Moisés y la disposición de escucha obediente que agrada a Yahvé. Lo que verdaderamente importa es la disposición de corazón para agradar a Dios. San Juan habla en términos simbólicos de Jesús como el Cordero de Dios, ofrecido en sacrificio, que quita el pecado del mundo. Él reconoce en Jesús a aquel a quien Juan había preparado el camino. Juan había visto al Espíritu Santo descender sobre Él. San Pablo habla, en su saludo a los cristianos de Corinto, del doble aspecto de la redención: hemos sido santificados en Jesucristo y estamos llamados a ser santos en el nombre de Jesús.


Mensaje doctrinal

1. El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo: es conveniente volver a repasar esta frase que recitamos en cada misa. La fe cristiana nos enseña que Dios se hizo hombre no sólo para vivir entre nosotros, sino también para dar su vida por nosotros. En el Antiguo Testamento había muchos tipos de ofrendas: sacrificios, holocaustos, expiaciones, oblaciones y reparaciones. Su significado colectivo era mostrar, por medio de gestos, la alabanza de Israel a Dios, la sumisión ante su poder divino, el arrepentimiento por sus pecados, y recordar con gratitud los dones de Dios. El gesto de las diferentes ofrendas simboliza estos esfuerzos por agradar a Dios. En el evangelio de san Juan, Jesús es presentado como un cordero destinado al sacrificio. La diferencia esta en que él realmente, y no sólo de modo simbólico, logra la transformación de la ofrenda (Él asume a toda la humanidad) en algo agradable ante la presencia de Dios. Podríamos hacer algunas preguntas: ¿qué significa y a qué se debe que el hombre se encuentre en un estado de injusticia original delante de Dios? ¿Cómo es posible que Cristo sea capaz de cargar con nuestros pecados, con nuestras injusticias, en su sacrificio? ¿Qué se ha obtenido con esto? ¿Qué debemos hacer para obtener los efectos de esta ofrenda? Existen verdades profundas sobre el hombre y sobre Dios que es necesario aclarar si los cristianos quieren pasar del lenguaje simbólico a las realidades centrales de la fe cristiana.

Referencias del catecismo: los números 571-573 se refieren al misterio pascual de la pasión y resurrección de Cristo; los números 599 -623 tratan de la muerte redentora de Cristo en el plan de salvación de Dios y del ofrecimiento voluntario de Cristo al Padre por nuestros pecados.

2. El sacrificio de la obediencia: el contraste aparente en el salmo 39 es inusual. El salmista parece decir que las ofrendas mosaicas ordenadas por Dios ya no le agradan. La enseñanza de Cristo insiste en las actitudes internas del corazón más que en las expresiones exteriores; si hay una genuina conversión interior y un amor sincero a Dios y a los demás, entonces las formas externas corresponderán adecuadamente a las actitudes internas. Algo muy importante es la actitud de escucha atenta a la voz de Dios. Debemos desechar la tendencia de reducir nuestro culto a Dios a la mera observancia de unos ritos. El espíritu cristiano nos arrastra a un amor genuino a Dios y al prójimo, un amor que se manifiesta en obras nuevas, y no sólo se queda en unas cuantas formas fijas. Al mismo tiempo, esta disposición de escucha obediente requiere que el cristiano posea un espíritu humilde. De esta manera él es capaz de escuchar la palabra de Dios. Esta apertura interior lo mantiene en una obediencia activa y real.

Referencias del catecismo: los números 144-152 tratan de la obediencia de la fe; el número 615 habla de la obediencia de Jesús como una reparación por nuestra desobediencia.

3. Los caminos de Dios: Isaías menciona el sufrimiento implícito del siervo de Yahvé que no ve los resultados de su ardiente obra: “Por demás he trabajado, en vano y por nada consumí mis fuerzas” (v. 4). En Isaías encontramos un tono distinto: el siervo que sufre, que no ve las cosas claramente. Esto indica sin duda una parte del sufrimiento humano de Cristo. En algunas ocasiones parte de la vida cristiana es así: no conocer, solamente confiar en Dios. Esto no nos lleva a dejar de lado la razón, sino simplemente a reconocer sus límites. Estamos llamados a vivir según aquello que podemos entender, pero no estamos confinados a sus límites. Como cristianos sabemos que nuestras vidas y el mundo en que vivimos son una parte de un drama mucho mayor de lo que podemos ver.

Referencias del catecismo: los números 164-165 se refiere a los que viven sin conocer la fe; los números 313-314 tratan de los caminos de la Providencia, que con frecuencia nosotros desconocemos.


Sugerencias pastorales

Actualmente el mensaje cristiano se ha transformado en un lenguaje extraño para muchas personas, y nos son capaces de entenderlo o de captarlo” (W. Kasper). Los términos como redención, gracia y salvación son, para muchos, difíciles de comprender. Quizás podemos reducir la fe cristiana a unas realidades más fáciles de comprender: un sentimiento de comunidad, bondad humana, espíritu cívico, trabajo social. Tendemos a reducir las cosas que no entendemos a proporciones mundanas.

Hace falta encontrar nuevas formas de hacer que las verdades centrales de la fe cristiana sean más comprensibles para las mentes y los corazones de los hombres de hoy. Una de las tareas esenciales para explicar la centralidad de la redención y de la salvación es redescubrir las verdades básicas de la fe, el marco en el que se desarrolla la realidad cristiana. Con frecuencia estamos tentados de vivir en el mundo irreal de nuestra imaginación: nosotros viviremos eternamente, todo es una opción, hay recursos ilimitados… Nos hace falta volver a la realidad: la rudeza de la vida, la profunda división del corazón del hombre, la naturaleza de la esperanza humana, el sufrimiento del hombre, la impotencia del hombre ante las fuerzas de la naturaleza, los límites de nuestro conocimiento, etcétera. Estos son hechos de nuestra existencia. En este contexto de realidad, el proceso de la redención y de la salvación encauza y responde a las experiencias profundas y reales de nuestra vida.

(fuente: www.agustinos-es.org)

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