Sumergida en el desengaño, recordé cuando nos conocimos. Ante los ojos asombrados de aquel campesino de quince años, llegado para trabajar de aprendiz de sastre mientras estudiaba en la escuela de Castelnuovo, había desplegado todas mis riquezas y secretos. La colección de bobinas ordenadas por colores y el frágil hilo de hilvanar. Las reglas de madera para diseñar patrones. Las largas tijeras… Me fue fácil impresionar a aquel chico para quien el mundo de la sastrería terminaba en el costurero de su madre. Él también me tomó cariño. No cesaba de cantar a dúo con mi dueño, el señor Giovanni Roberto, maestro en sastrería y músico del coro parroquial. Mientras trabajaban, hilvanaban canciones que flotaban como tejidos transparentes.
El aprendiz Juan Bosco también estudiaba todo lo que podía, a pesar de los deficientes maestros de aquella escuela rural perdida entre campos de maíz y viñedos.
A las pocas semanas, Juan Bosco ya hilvanaba. Abría ojales. Alisaba las prendas con las planchas de hierro hueco rellenas de leños encendidos. Rayaba y cortaba pantalones. Cuando el dueño le propuso un trabajo fijo como oficial de sastrería, me imaginación me forjó un futuro lleno de proyectos junto a él. Me vi convertida en una gran sastrería. Pero él marchó. Y yo regresé al silencio torpe de los aprendices mediocres. Resignada lo olvidé.
En el momento de entregar su vida, el doctor le dijo: “Don Bosco, usted es como un traje muy gastado” Fue entonces cuando Dios le regaló un traje nuevo de luz, de los que se confeccionan en las sastrerías del cielo.
Nota: 1830. Mientras el joven Juan Bosco asiste a la escuela pública de Castelnuovo, trabaja como aprendiz en la sastrería de Gianni Roberto. El dueño le ofrece un puesto de trabajo como sastre (M.O. 1ª Década, 4).
(fuente: www.boletinsalesiano.com.ar)
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