El 25 de marzo celebramos la fiesta de la encarnación de Señor en el seno de María virgen. Por obra del Espíritu Santo, sin concurso de varón, María santísima recibió una nueva vida en su vientre, y la acarició con amor. Era el Hijo de Dios, Dios eterno como su Padre, que comenzaba a ser hombre, una criatura indefensa, y comenzó a serlo como embrión animado de alma racional humana, que después se convirtió en feto y llegado a la madurez correspondiente fue dado a luz en la Nochebuena. Qué bonita es la Navidad como paradigma del nacimiento de todo niño que viene a este mundo.
Así hemos nacido todos. Como fruto del abrazo amoroso de nuestros padres, ha brotado en el vientre de nuestra madre una nueva vida, un nuevo hijo, que ha sido acogido con amor y gozo en el seno de nuestra familia, hasta que hemos nacido, desprendiéndonos del seno materno. La ciencia nos certifica que desde el momento mismo de la concepción, de la fecundación, comenzó un nuevo ser distinto de la madre, no un simple amasijo de células, sino una persona viva llamada a la existencia, si nadie lo impide.
Hoy no se lleva llamar las cosas por su nombre, y cuando se mata al hijo engendrado en el seno materno, se habla de “interrupción voluntaria del embarazo”, cuando la realidad cruda y dura consiste en eliminar a un ser humano en el lugar más seguro y más cálido para el ser humano: el vientre materno. El Concilio Vaticano II a este hecho lo llama “crimen abominable” (GS 51), y en él intervienen el padre, la madre, la más amplia familia, los amigos, el personal sanitario, etc. Toda una presión social, en la que tantas veces la misma madre es víctima y no tiene más salida que la de abortar, pagando ella sola los vidrios rotos de esta catástrofe. Las heridas profundas que produce el aborto ahí quedan para ser sanadas por una abundante misericordia.
Todos somos de alguna manera responsables de este fracaso: el aborto provocado en más de cien mil casos cada año en España, que suman ya más de un millón de vidas humanas segadas al comienzo de su existencia. Se trata de un fracaso no sólo personal, sino colectivo y social. La mentalidad de nuestra sociedad, con leyes y sin leyes, se va generalizando en dirección abortista, y una mujer tiene todo a su favor para eliminar al hijo de sus entrañas y apenas cuenta con ayuda para llevar libremente su embarazo a feliz término. He aquí una de las más sonoras injusticias de nuestro tiempo. Se invoca la libertad de la madre para tener este hijo, y no se tiene en cuenta para nada el niño que acaba de ser engendrado y que tiene derecho a nacer.
La Jornada por la Vida, que celebran todos los movimientos provida el 25 de marzo es una llamada a valorar la vida en todas sus fases, desde su concepción hasta su muerte natural, de manera que podamos hacer frente a la cultura de la muerte que se va difundiendo como una marea negra en nuestro tiempo. El sí a la vida es un sí al progreso, porque si no hay nacimientos está en peligro la ecología humana, está en peligro la sociedad y su continuidad armónica, está en peligro el crecimiento de una nación, están en peligro las pensiones.
La gran esperanza para la humanidad es el nacimiento de nuevos hijos. Cuando éstos son escasos, la esperanza está recortada, el futuro es incierto, la sociedad se muere de tristeza. El cristiano vive de la fe y por eso ama la vida, que se prolonga en la vida eterna gozosamente. Apoyado en la ciencia y por el sentido común de la ley natural, trabaja a favor de la vida y va poniendo los medios para que ningún ser humano sea eliminado forzadamente en el seno materno. Si ya en esos primeros momentos de la vida, se permite la violencia, qué podemos esperar en otros campos o niveles. La crisis moral y de valores que estamos viviendo encontrará una salida cuando la vida humana sea más valorada, y los esposos jóvenes vivan abiertos a la vida, y sean apoyados por toda la sociedad.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba
(fuente: www.aleteia.org)
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