Hay una famosa palabra que nos crea muchos problemas: perfectos. Nosotros quisiéramos ser santos de la imperfección. La verdad es que todos los santos fueron imperfectos. Sin embargo, en el fondo del alma, todos quisiéramos ser perfectos, hacerlo todo bien, obtener las mejores calificaciones, lograr tener mil amigos, ayudar a todos los posibles.
Quisiéramos amar de forma perfecta, sin lagunas, sin errores. Brillar sin nubes que enturbien la vida y la llenen de barro. Agua cristalina, aire puro. Pero no podemos. Y nos rebelamos contra esa incapacidad del alma de hacerlo todo bien. Entonces, ¿por qué nos pide Dios ser perfectos?
La invitación es al amor, a un amor perfecto. La misericordia es lo único que podemos imitar de Dios. No podemos ser perfectos como Él, porque somos limitados, creaturas, creados, con ciertas debilidades y muchos defectos.
Nuestra limitación humana nos hace rebelarnos contra Dios. Porque quisiéramos ser como Él, perfectos, omnipresentes, omniscientes, sabios. Decía el Padre José Kentenich: «Muy a menudo, lo que impide la acción de la gracia divina en nuestra vida no son tanto nuestros pecados o errores como esa falta de aceptación de nuestra debilidad, todos esos rechazos más o menos conscientes de lo que somos o de nuestra situación concreta»[1].
Por eso sabemos que aceptar nuestra debilidad y nuestras manchas es nuestro camino más perfecto. Es el que Dios quiere. Porque en nuestra debilidad está la puerta de entrada por la que Dios se desliza en el alma. Aceptar que no podemos controlarlo todo en nuestra vida, que no podemos amar con nuestras fuerzas con un amor sin medida. Comprobamos nuestras torpezas y no nos alegramos en nuestros fracasos.
Pero el Señor nos quiere tal y como somos. Y quiere que aprendamos a amar más, con toda el alma, sin miedo, sin agobios.
[1] Jacques Philippe, La libertad interior
escrito por
Padre Carlos Padilla
(fuente: www.aleteia.org)
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