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jueves, 30 de abril de 2015

Castidad y celibato sacerdotal

- EL CELIBATO DEL SACERDOTE Y LA VIRIL CASTIDAD -

EXAMEN DE RAZONES

Mucha gente habla con cierta ligereza acerca de la cuestión trascendental del Celibato de los Sacerdotes.

Vamos a examinarla concisamente, con objetividad de hombres laicos que, exentos por ello de interés o compromiso personal, no tenemos otro propósito que entender y justificar las cosas.

Por libre y voluntaria determinación, el sacerdote católico renuncia a sus derechos de paternidad humana, para entregarse íntegramente a su paternidad espiritual; para engendrar y nutrir almas, con fervor absorbente y exclusivo, sin las trabas de los cuidados domésticos; para ensanchar, exenta de fronteras, su solicitud paternal, de suerte que todos puedan llamarle por antonomasia Padre.


Sacrificio heroico. ¿Qué es lo que lo inspira y lo sustenta?

En lugar primerísimo, el ejemplo sublime de Jesús, célibe perfecto. También su palabra en loa de la virginidad. (S. Mateo, Cap. XIX, 11/12). Asimismo el ejemplo y la declaración reiterada y categórica de San Pablo sobre la supremacía espiritual del celibato

(Primera carta a los Corintios, Cap. VII). Y virgen es Juan, el discípulo predilecto. Y la Madre de Dios condensa en sí todos los aromas de la pureza, y hace propio el nombre genérico, y los siglos la conocen y aclaman por la Virgen.

Muchos, asfixiados en sus mezquinos horizontes, declaran que la castidad es absurda e imposible. Más fácil resulta declararla así que intentarla virilmente. Y aquí cabría recordar una palabra del propio Jesús: "NO arrojéis margaritas a los puercos".

Quienes no conocen ni tratan a los sacerdotes, quienes "a todos meten en una misma bolsa", desde lejos y a ciegas, proponen que se casen los sacerdotes (como si el estado civil diera virtud y no estuviéramos hartos de maridos adúlteros y licenciosos).

Quienes conocemos y tratamos a los sacerdotes, sabemos cómo son en su mayoría abnegados y rectos, y cómo muchos tocan las cimas del heroísmo y la santidad. Y podemos suscribir el testimonio insospechable de Renán, que precisamente en el Seminario aprendió la castidad de que más tarde se gloriaba. "Según mi propia experiencia, lo que se dice de las costumbres clericales carece de todo fundamento, Yo he pasado trece años de mi vida en manos de sacerdotes y no he visto ni la sombra de un escándalo; no he conocido más que buenos sacerdotes". (Souvenirs d'enfance et de Jeunesse. 111).

Bien podía clamar Lacordaire desde la egregia cátedra de Nuestra Señora de París. "Somos fuertes porque poseemos esta virtud, y bien saben lo que hacen aquellos que atacan el celibato eclesiástico, aureola del sacerdocio cristiano. Las sectas heréticas lo han abolido entro ellas; es el termómetro de la herejía: a cada grado de error corresponde un grado, si no de desprecio, al menos de disminución de esta virtud celeste".


No mutilación, sino plenitud.

¿Cómo imaginamos a un ministro como padre de familia, pendiente de la señora y de los niños, con obligación de proveer al sustento de todos? De ser así, entonces el ministerio quedaría postergado o a veces casi anulado.

Y en cualquier caso, no podrá ser más de lo que son los ministros sinceros y honrados: un hombre estimable y bueno, como puede serlo un buen católico laico, que dedique parte de su tiempo a labores benéficas o apostólicas. Pero la pasión por Dios, el ímpetu exclusivo por Dios, el lanzarse a misiones con abandono de todo y peligro de la vida ¿dónde estará?, ¿Se habrá casado el ministro para desamparar a su familia, o la cargará consigo a los rincones de lugares recónditos de este mundo?.

No: no puede sostenerse que en el sacerdote sea necesariamente mejor el matrimonio que el celibato.

En suma, la Iglesia Católica, al implantar el celibato para los que libremente lo eligen al elegir el sacerdocio, no es sólo santa, a imitación de Jesús: es también sabia.

Y si espiritualmente se mira la excelsitud y grandeza del ministerio, el celibato sacerdotal no es mutilación, sino plenitud.


Lo que dice el Concilio.

El cristianismo es siempre nuevo, pero nunca novelero.

Y se ha desatado ahora una racha de novelerías, que con grave ignorancia o ligereza se achacan al Concilio Vaticano II. Pero si va uno a la fuente, como se debe ir, encuentra que el Concilio nada dispone sobre aquello, o expresamente dispone lo contrario de lo que se le atribuye.

He aquí su dictamen categórico:
"El celibato, que primero sólo se recomendaba a los sacerdotes, fue luego impuesto por ley en la Iglesia Latina... Esta legislación, por lo que atañe a quienes se destinan al presbiterado, LA APRUEBA Y CONFIRMA DE NUEVO ESTE SACROSANTO CONCILIO".

Así textualmente consta en el Decreto sobre el ministerio de los presbíteros, número 16, donde se dice, con belleza profunda, que "el celibato está en múltiple armonía con el sacerdocio", y se exponen conceptos como los que siguen:

"La perfecta y perpetua continencia por amor del reino de los cielos, recomendada por Cristo Señor, aceptada de buen grado y laudablemente guardada en el decurso del tiempo y aun en nuestros días por no pocos fieles, ha sido siempre altamente estimada por la Iglesia, de manera especial para la vida sacerdotal. Ella es, en efecto, signo y estímulo al propio tiempo, de la caridad pastoral, y fuente particular de fecundidad espiritual en el mundo"...

En consecuencia:

"Exhorta este sagrado Concilio a todos los presbíteros que, confiados en la gracia de Dios, aceptaron el sagrado celibato por libre voluntad a ejemplo de Cristo, a que, abrazándolo magnánimamente y de todo corazón y perseverando fielmente en este estado, reconozcan ese preclaro den que les ha sido hecho por el Padre y tan claramente es exaltado por el Señor".

Nada de actitudes negativas o ambiguas; afirmación resuelta y luminosa. Pero se da tiempo para responder a recurrentes objeciones:

"Y cuanto más imposible se reputa por no pocos hombres la perfecta continencia en el mundo del tiempo actual, tanto más humilde y perseverantemente pedirán los presbíteros, a una con la Iglesia, la gracia de la fidelidad, que nunca se niega a los que la piden, empleando, a par, todos los subsidios sobrenaturales y naturales, que están al alcance de todos. No dejen de seguir, señaladamente, las normas ascéticas que están probadas por la experiencia de la Iglesia..."

Finalmente, no ya a los sacerdotes sino a todos los cristianos nos pide el Concilio la sobrenatural estimación y el invencible afecto a esta virtud celeste.

"Ruega, por ende, este sacrosanto Concilio no sólo a los sacerdotes, sino también a todos los fieles, que amen de corazón este precioso don del celibato sacerdotal..."


LA VIRIL CASTIDAD.

Y aquí es donde parece oportuno que enfoquemos, ya en su aspecto más amplío y general, este problema palpitante: la castidad varonil.

Puede sonar a estrafalario hablar de castidad varonil; mas precisamente por eso hay que hablar, franca y directamente. ¡La viril castidad! Virtud de hombres. No de cobardes, no de apocados, no de enfermizos, no de rutinarios.

Es necesario deshacer ciertos prejuicios lanzados como que la castidad se dice antinatural, que la castidad es nociva a la salud, que la castidad es imposible.

Hay que testimoniar que el ideal de la pureza es un ideal no sólo hermoso, sino natural, saludable, vigorizante, practicado por muchas almas limpias.

Siempre he creído que la fe es una castidad. Y creo también que la castidad es una fe. Sin fe en ella, sin la certidumbre y el ímpetu propios de la fe, la castidad será ilusoria o precaria. Hay que enraizar esta certeza, y luego, echarla a florecer en actos.

El ideal de la pureza nos exige continencia absoluta en el célibe; fidelidad perfecta en el casado. No es nada fácil vivirlo pero tengamos por seguro que, sostenidos por la gracia de Dios, vivir la castidad es lo que nos hace verdaderamente libres ante Dios, ante los demás y ante uno mismo.
Por ende, la castidad está lejos de ser antinatural, ni nociva, ni imposible...



¿Lo que acata esas leyes naturales, será nocivo a la salud?

La razón, la experiencia, la ciencia, claman que no.

A lo largo de todo este tiempo somos testigos de la longevidad tan frecuente en monjas y religiosos, las cuales se deben a una vida sobria y ordenada que tiene por primordial cimiento la castidad.

Sin embargo, abundan evidencias de los daños en la salud que ocasionan los desórdenes sexuales.


Atletismo espiritual.

Vivir la castidad como ideal nos exige cuidarnos de todo aquello que pueda atentarla: velar por la pureza de pensamientos, evitar imágenes provocativas, eludir algunas conversaciones y lecturas que pueden activar algunos desórdenes. El que no quiera caer, debe ser conciente de su debilidad y evitar toda tentación. En otras palabras, no hay que "jugar con fuego".

Quien pone los medios, logra el fin. Quien vive en gracia de Dios y desde el amor de Dios:
- vigila sus sentidos,
- aparta lo que mancha o perturba,
- selecciona y orienta sus conversaciones, lecturas, amistades y actividades hacia la generosidad y la limpieza;
- llena su vida de ocupaciones y aspiraciones superiores, letras, arte, ciencia, apostolado;

En definitiva, quien trabaja decididamente en la educación de la castidad, vence en su perseverancia.

La pureza es, por lo tanto, totalmente posible. La pureza es un hecho, pero un hecho glorioso que requiere hombría. No en balde nuestro egregio castellano la llama, en su plenitud, "entereza".

Decretar imposible lo que no se tiene la virilidad de acometer, es subterfugio de cobardes. Imposibles parecen las proezas de fuerza y agilidad en los atletas. Pero el triunfo que presenciamos es la coronación de un esforzado, tesonero, severísimo entrenamiento. Sin éste, el atletismo es imposible. Y la castidad es atletismo espiritual.

En conclusión: virtud perfectamente natural, perfectamente saludable y, sostenidos por Dios, totalmente posible, es la pureza.

La castidad es fuente de bienestar y poderío en el organismo personal y en el organismo social, hay que buscarla y defenderla con ímpetu viril, con ágil talento, con jubilosa fe.

No hay que dejarse vencer por el pesimismo ni dejarse llevar por lo que el mundo despotrica contra la castidad. Quien ha luchado bravamente, sabe que el triunfo es tan alcanzable como hermoso. Sabe que la victoria de hoy prepara y facilita la victoria de mañana. Y que esa sucesión de victorias, vuelta costumbre y ley, tonifica el espíritu y el cuerpo, y da a la totalidad del hombre como a la totalidad colectiva, pujanza, elevación y plenitud.


La aventura cristiana.

Esforcémonos en nuestra propia purificación y en la purificación de la atmósfera social. No es ser mojigatos. Todos tenemos sitio que nos reclama un testimonio, más que palabras. Debemos trabajar por la santidad de nuestros hogares.

La moral  que nos enseña Nuestra Madre Iglesia es austera y exigente... pero el fin es la plena felicidad del ser humano. Pero somos y debemos ser sarmientos pegados a la Vid. Y de ella brota el Vino que da, a raudales, la fortaleza que exige.
Como cristianos debemos repudiar lo mediocre para amar lo heroico. Nunca masificarnos.

Por eso el cristianismo es joven siempre. Y hoy, que fango pagano hierve y crece con nueva furia en torno nuestro, tócanos redoblar el ímpetu y vivir esa juventud plenariamente. Saber, y sentir, y proclamar con obras, que no somos cristianos para llevar vida fácil, sino vida egregia. Y que el cristianismo es hoy, como en su primera aparición, acometimiento y aventura; no asunto de rutina, sino de hazaña; no empresa de burgueses, sino de apóstoles.

escrito por Alfonso Junco
NIHIL 0BSTAT.
Pbro. Dr. D. José Luis Guerrero. Censor Ecco.
11 Marzo de 1970. IMPRIMATUR.
MIGUEL DARIO CARDENAL MIRANDA
Arzobispo Primado de México. 12 Marzo de 1970. Doy fe.
Mons. Luis Reynosci C. Canciller Secretario.
12 de Marzo de 1970.
(fuente: www.laverdadcatolica.org)

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