Últimamente he tenido la oportunidad de compartir ideas y diálogos profundos y de altura con ateos, sobre todo en cuanto al tema de discordia entre nosotros que es la tan discutida existencia de Dios.
En estos diálogos, una de las cosas más interesantes que he aprendido es que existe cierta obsesión por parte de algunos ateos, con lograr “comprobar” que Dios no existe, invocando acciones de Dios, eventos bíblicos o tratando de ridiculizar a Dios con respecto a su “ausencia” ante ciertos acontecimientos actuales.
Sin embargo, lo que me llama la atención es que tratan de fundamentar la “no existencia”, invocando como argumento a Aquél que tratan de negar… es ciertamente un asunto frente al que Aristóteles hubiese rotulado – en grande y con negrillas – como ejemplo de su principio de no contradicción, que nos enseña que algo no puede ser y no ser a la vez.
Sobre la intención de “conocer”
Antes de entrar en la cuestión, es importante tomar en cuenta que, para encontrar a Dios, la Verdad en sí misma, hay que estar primero muy dispuestos y abiertos a encontrarla, de manera que cuando nos topemos con Ella, sepamos reconocerla.
Y es importante insistir en el momento de tocar este tipo de temas fundamentales, puesto que muchas veces las personas que nos abordan con preguntas o cuestionamientos no tienen ciertamente la intención de conocer la Verdad, sino de ridiculizar y despotricar contra nuestras creencias. Ante esto, cualquier diálogo será inútil y desgastante, pues no llegará a ningún fin.
Este artículo pretende explicar el tema, de manera que sea de provecho para diálogos de altura, entre personas que buscan con sincero corazón la Verdad. De esta manera lo aclara el Catecismo, diciendo que “el hombre que busca a Dios descubre ciertas vías para acceder al conocimiento de Dios”[1].
En cuanto a esto, también vale la pena aclarar que nosotros, como católicos, no debemos explicaciones a nadie, especialmente cuando nos abordan con preguntas capciosas, sino que más bien aquellos que afirman algo y que luego esperan que lo rebatamos son los que deben probar lo que afirman, y nosotros debemos más bien exigir dicha comprobación.
En esto el Derecho y las leyes nos enseñan que no es el acusado el que debe explicar –en principio– la acusación, sino que el demandante debe justificar lo que acusa.
La Causa y el efecto
Sobre este tema, la Iglesia no se cansa de invocar a santo Tomás de Aquino, quien nos ofrece cinco vías metafísicas para comprobar la existencia de Dios.
Y entiéndase que cuando hablamos de “comprobar”, no nos estamos refiriendo a una experiencia sensible bajo el método científico. Quienes buscan esto, les aconsejo renuncien a la idea de “buscar respuestas”, dado que Dios es Espíritu, y los que le adoran deben adorarle en espíritu y en verdad [2].
En esto hay quienes mantienen una idea un tanto absurda, de que lo único válido y existente es aquello que puede comprobarse a través del método científico, y esto es una falacia llamada cientificismo.
La Iglesia invoca a santo Tomás de Aquino y sus vías, de la que se suele explicar bastante la de “causa y efecto”, que nos dice lo siguiente:
“Todo lo que se mueve necesita ser movido por otro. Pero si lo que es movido por otro se mueve, necesita ser movido por otro, y éste por otro. Este proceder no se puede llevar indefinidamente, porque no se llegaría al primero que mueve, y así no habría motor alguno pues los motores intermedios no mueven más que por ser movidos por el primer motor.”[3]
Santo Tomás explica algo que es evidente en nuestra vida cotidiana, pues cuando nos preguntamos –viendo la creación–: ¿de dónde ha salido todo esto?, no podríamos creer que apareció mágicamente allí, o que se dio a sí misma la existencia.
Todo lo que existe en el mundo (ya sea un zapato, un carro o una persona) es un efecto cuya existencia ha sido causada por algo más que está fuera de sí. De esta manera, todo lo que experimentamos en el mundo es efecto de algo más.
Siguiendo esta lógica, todo efecto necesita de su causa, y al final – o al principio más bien – la causa primera, debe ser una que no necesita de otra, que pueda ser en sí misma sin necesidad de otro motor, sino que debe ser el motor que mueve a todo lo demás. A este motor, a esta causa incausada, la llamamos Dios.
La Mente Maestra
Cuando vemos el universo y todo lo que nos rodea, descubrimos que está regido por un sistema perfecto y complejo que obedece a un orden específico.
Pensemos por un momento en la “no existencia de Dios”. Frente a esto, ¿qué argumento viable explicaría la perfección con la que el universo funciona, de manera que todo calza en su lugar, incluyéndonos a nosotros?
Consideremos por un momento un teléfono celular. Debido a sus múltiples y complejas funciones, debemos concluir, no solamente que alguien lo ha causado fuera de sí mismo, sino que quien sea que lo haya hecho, debe ser alguien bastante inteligente.
Debido a su complejidad, reconocemos que lo que sea que lo haya traído a la existencia, debió tener un diseño inteligente en mente.
Es eso, o alguien empezó a pegar y ensamblar piezas al azar. Ciertamente que sería éste un pensamiento absurdo, puesto que cada pieza está colocada cuidadosamente en un lugar específico, sabiendo que de esa manera – y sólo de esa manera – funcionará perfectamente. El mismo razonamiento aplica para todo lo que nos rodea.
Ahora, consideremos algo mucho más complejo que un celular, como el ser humano o el universo; no es sólo que su existencia nos lleva a pensar que no llegaron a existir mágicamente sin una causa, sino que su inmensa complejidad y perfección nos llevan a concluir que hay una Mente Maestra detrás de todo esto, y ciertamente esa Mente es la de Dios, Aquel que con su inteligencia tendió los cielos.[4]
Aclaración
He querido explicar de manera muy breve y sencilla dos argumentos que a través de los siglos siguen siendo irrebatibles, sin embargo, cabe tomar en cuenta que, sin importar el número de argumentos racionales o metafísicos, la existencia de Dios seguirá siendo un misterio que sólo la fe como virtud teologal[5] puede iluminar, de manera que la razón es solamente un lado de la moneda, sin embargo el paisaje seguirá incompleto hasta que trabaje en conjunto con la fe.
Ya lo decía san Juan Pablo II: “La fe y la razón (fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad y, en definitiva, a conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo”[6].
escrito por Steven Neira
@stevenneira
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, 31
[2] Juan 4, 24
[3] Summa Theologica, Primera Parte, Q. 2, A. 3
[4] Jeremías 51, 15
[5] Las virtudes teologales son aquellas infundidas por Dios en el hombre para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos. A saber son tres: fe, esperanza y caridad. (Catecismo de la Iglesia Católica, 1812-1813)
[6] Carta Encíclica Fides et Ratio de S. Juan Pablo II, Introducción
(fuente: aleteia.org)
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