A diario hablo con ateos y agnósticos y consigo dar respuesta a muchas de sus objeciones, pero hay una que me pone en dificultad... por lo demás clásica... ¿cómo se concilia la presciencia divina con la existencia del infierno? Si Dios, respetando el libre arbitrio, sabe con todo que un alma está condenada, ¿dónde está su amor? ¿Qué sentido tiene entonces la vida de esa persona? ¿Está todo, en el fondo, ya escrito? F.S.
Responde don Angelo Pellegrini, profesor de Teología sistemática en la Facultad de Italia Central.
Como dice el lector, la objeción es verdaderamente histórica, y se encuentran trazas ya bien definidas por ejemplo en el pensamiento de Severino Boezio (años 475-525) en relación con la relación entre el tiempo y lo eterno; y sin embargo, reflexionar sobre esta cuestión resulta importante para las motivaciones de fe. Voy a ser un poco esquemático para no perder algunas de las preguntas presentes en la consulta del lector.
El primer punto tiene que ver con el dialogo con el no creyente: quisiera subrayar brevemente que el principal fin de este diálogo, en el pleno respeto mutuo, no debería caracterizarse por el tener respuestas, sino más bien por la búsqueda de la verdad, que brota del debate y de la colaboración, de lo contrario no se trata de un diálogo, sino de un intercambio de opiniones contrarias.
El segundo punto se refiere a la presciencia divina, el hecho de conocer todo, antes incluso de que suceda en el tiempo: los documentos del Concilio Vaticano II, apoyados en una tradición muy sólida, enseñan que la presciencia divina está unida con su voluntad.
La Constitución Dogmática Dei Verbum sobre la Divina Revelación en el n. 2 afirma: “Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina”.
La voluntad de Dios, desvelada mediante la revelación, consiste en crear y redimir a los seres humanos para elevarlos a la comunión con él. Todo el misterio de la relación con la humanidad, de la creación en adelante, está marcado por la bondad divina que quiere una proximidad con el ser humano, hasta dar a su Hijo, que en su carne realiza esta comunión.
Si esta es la voluntad divina, hay que decir que no forma parte del proyecto divino la perdición humana: una de las principales objeciones se refiere a una especie de preordenación al infierno, como si Dios hubiera creado a alguien exclusivamente para llenar una especie de lugar que si no estaría vacío.
En realidad, Dios quiere la salvación para todos. Su conocimiento eterno, por tanto, debería verse más como un espectador de las elecciones libres de la humanidad y de cada ser humano. Dios ofrece la salvación, no la impone.
Es oportuno recordar la lección del libro del Deuteronomio (30,15ss): “Hoy pongo delante de ti la vida y la felicidad, la muerte y la desdicha. Si escuchas los mandamientos del Señor, tu Dios, que hoy te prescribo, si amas al Señor, tu Dios, y cumples sus mandamientos, sus leyes y sus preceptos, entonces vivirás, te multiplicarás, y el Señor, tu Dios, te bendecirá en la tierra donde ahora vas a entrar para tomar posesión de ella. Pero si tu corazón se desvía y no escuchas, si te dejas arrastrar y vas a postrarte ante otros dioses para servirlos, yo os anuncio hoy que os perdéis irremediablemente (vv. 15-18)”.
Del texto apenas citado se ve claro el enorme valor que Dios da a la libertad humana, pues el pueblo de Israel está puesto ante una elección. Se suele tender a interpretar “la muerte y el mal” de que habla el texto como una especie de castigo, pero en realidad es una advertencia: Dios invita a elegir la vida y la bendición y a permanecer fieles a su alianza, porque fuera de él no existe la vida.
Pero la muerte aquí no es un castigo, sino el triste resultado de no haber elegido la vida, es en la práctica un suicidio.
El pasaje citado dice muchas cosas sobre el estilo de Dios y su actuación temporal: Dios tiene una actitud, que podríamos definir “continuo aguijoneo”, para que los seres humanos hagan elecciones salvíficas. Lo hace mediante líderes, alianzas, profecías, pero sobre todo lo hace con la misión de Jesucristo y con el don del Espíritu Santo.
Y sin embargo, su respeto de la libertad de elección es enorme, el mismo Jesús no impone y no se impone nunca, como se ve en la respuesta al joven rico: “Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes… y sígueme” (Mt 19,21). El mismo Espíritu es un “viento que sopla donde quiere”, se puede oír su voz y compartir la característica de la extrema libertad: “así es el que nace del Espíritu” (Jn 3,8).
El hecho de que Dios intervenga históricamente en el tiempo debería enseñarnos que Él no es un espectador aséptico, eterno y lejano, respecto a lo que pasa en la creación; lo vemos implicarse personalmente en el mundo, hasta el don del Hijo y del Espíritu, porque quiere profundamente la salvación y el bien de toda la creación. Él, con el estilo de la propuesta, no se cansa de exhortar a elegir la vida, no se resigna a los no, pero nunca fuerza la libertad humana.
Hace algún tiempo, un teólogo importante, Hans Urs von Balthasar, había sugerido que el infierno podría estar “vacío”. En realidad esta hipótesis, aun resaltando el gran amor y misericordia divinos, no muestra plenamente la característica de Dios de respetar las decisiones, incluso suicidas, de sus criaturas.
Por tanto, el sentido de la vida humana, desde este punto de vista, es importantísimo, porque es el momento de la elección radical de Cristo, de Dios, de la salvación.
No debemos pensar en Dios como aquel que ya se ha leído el final de la novela, haciendo casi inútil leer el libro, sino más bien como el “hincha” incansable que sigue animando y alentando a su criatura para que no se cierre a su don.
La historia de la salvación parece enseñarnos que Dios, aun pudiendo tener conocimiento de que el final será negativo, no se resigna y sigue impertérrito reiterando su propuesta y su don.
(fuente: www.toscanaoggi.it; aleteia.org)
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