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jueves, 11 de junio de 2015

El Corazón de María, corazón de la vida eucarística de la Iglesia

“Todos ellos perseveraban unánimes en la oración con (...) María, Madre de Jesús”, dice el autor de los Hechos de los Apóstoles cuando describe sus vidas después de la Resurrección y la Ascensión, y antes de Pentecostés (1, 14). María, tan llena de fe en la Resurrección de su Hijo no tuvo necesidad de correr a la tumba ni tampoco de una visión para estar segura de ella, se convirtió en el centro espiritual no-jerárquico; el polo afectivo visible de la comunión eclesial.

Huésped de San Juan, “no llamaba cosa propia alguna de cuantas poseía, todo era común” entre ella y sus hijos vueltos a nacer, y se las daba “según sus necesidades” (Ac 4, 32-5). Si “la multitud de creyentes no tenía más que un corazón y una sola alma”, ¿no fue precisamente porque, inclusive antes de Pentecostés, “perseveraba con María en la oración? (Ac 4, 32; 1, 14).

¿No es precisamente a causa de la presencia visible y orante de María que la Iglesia primitiva no tenía más que un corazón y un alma; es decir, en un sentido muy profundo, el corazón y el alma de María? Bossuet lo explicó en términos magníficos:

“Ella (María) veía a su Hijo en todos sus miembros. Su compasión era una oración por todos aquellos que sufrían; su corazón (estaba) en el corazón de aquellos que gemían, para ayudarles a clamar misericordia; en las llagas de todos los heridos para ayudarlos a pedir alivio; en todos los corazones caritativos para apresurarlos a consolar a los necesitados y afligidos; en todos los apóstoles, para anunciar el Evangelio; en todos los mártires para sellarlos con su sangre; y finalmente, en todos los fieles, observando los preceptos, escuchando los consejos, imitando los ejemplos”78.

María no es solamente la evangelizadora de la Encarnación, de su propia maternidad virginal y de la infancia del Salvador cerca de Juan, de otros testigos de la vida pública de Jesús y de toda la comunidad de fieles, sino sobre todo es la Orante que participa de una manera única en el sacrificio de la Cruz.

Para entender a plenitud el rol de María en el misterio de la Eucaristía, es necesario releer el relato joánico de las bodas de Caná y la escena (que le es correspondiente) de la despedida de Jesús a su Madre, a la luz del “tiempo de la Iglesia”79 en que fueron compuestos y difundidos. Nos proponemos hacer un rápido esbozo de esto.

Muchos comentadores de San Juan subrayan la significación eucarística y eclesial del milagro de las bodas de Caná (Bouyer, Charlier entre otros).

Al relatar el milagro de Caná, para hacer más fácilmente creíble y comprensible el misterio eucarístico, pre-significado en Caná, ¿no quiso Juan hacer comprender a sus lectores que la intercesión de la Madre de Jesús jugaba un rol de mediación no jerárquica en la celebración eucarística en que tomaban parte? Tal como María, por su consentimiento a la Encarnación, suministró la carne del sacrificio, ¿no es ella la que obtiene, por su intercesión, la transformación del pan y del vino en cuerpo y sangre de Jesús, un poco como en Caná ella obtuvo la transformación de agua en vino? En el tiempo de la Iglesia, ¿no repite María incansablemente al Padre celestial: “no tienen (suficiente) vino”, es decir el vino de la caridad con el que se embriagan los que beben la Sangre del Cordero? ¿Y no dice ella a todos los cristianos: “Hagan lo que les diga”; es decir, beban la sangre de mi Hijo, como se los manda para poder guardar el mandamiento de la caridad cuyo signo Sacramental es la Eucaristía?

De igual manera, luego de subrayar Juan (2, 11) que en Caná Jesús “manifestó su gloria” y que “sus discípulos creyeron en Él”, ¿cómo no pensar que prepara a sus lectores para comprender el profundo sentido de lo que refiere en su capítulo 19, v. 26: “He aquí a tu Hijo, he aquí a tu madre”? En efecto, la madre es la que transmite la vida; y María ¿no obtuvo mediante su oración el primer signo gracias al cual Juan, indudablemente presente en Caná, creyó en Jesús enviado del Padre y así “pasó de la muerte a la vida”?

En el lenguaje joánico, creer es tener la vida eterna: “Aquel que escucha mi palabra y cree al que me envió tiene vida eterna”(Jn 5, 24). Cuando Jesús decía a Juan: “He aquí a tu madre”, ¿no le decía “he aquí aquella por cuya oración obtuviste la vida eterna por la fe en mí? Juan sabía bien que “lo que es nacido de la carne, carne es y lo que es nacido del espíritu, espíritu es” (Jn 3, 6): ¿no volvió, en Caná, a nacer del Espíritu de María?

La madre de los vivientes, la Nueva Eva, por su intercesión, obtiene y entrega a los hijos de su fe inmaculada, la verdadera vida: creer en Jesús, escuchar su palabra, ver la manifestación de su gloria divina, nutrirse de su carne y beber de su sangre, conocer a Dios a través de Él.

Está permitido pensar, de manera particular, en la presencia moral y mística de María durante el sacrificio eucarístico, al leer este pasaje de la encíclica Redemptoris Mater ( § 22) de Juan Pablo II.

“En esos textos (Lc 11, 27-28; 8, 19-21; Mt 12, 46-50; Mc 3, 31-35), Jesús quiere oponer, sobre todo, a la maternidad que deriva del sólo hecho del nacimiento con lo que esta maternidad (como la fraternidad) debe ser en el cuadro del Reino de Dios, bajo el resplandor salvífico de la paternidad de Dios.

En el texto joánico, por el contrario, a través de la descripción del suceso de Caná, se esboza lo que se manifestó concretamente como la maternidad nueva según el espíritu y no según la carne; es decir, la solicitud de María por los hombres; el ir por delante de toda la gama de sus carencia y necesidades.

En Caná de Galilea, sólo se muestra un aspecto concreto de la pobreza humana, aparentemente mínima y de poca importancia: “no tienen vino”.

Pero aquello tiene un valor simbólico: ir por delante de las necesidades del hombre quiere decir, al mismo tiempo, introducirlos en el resplandor de la misión mesiánica y del poder salvífico de Cristo.

Hay, entonces, una mediación: María se sitúa entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, de su pobreza y de sus sufrimientos. Se coloca al medio, es decir, que actúa como Mediadora no exteriormente, sino en su condición de Madre, consciente de poder (o tal vez de tener el derecho de) mostrar al Hijo las necesidades de los hombres. Su mediación tiene, por tanto un carácter de intercesión: María intercede por los hombres.

Como madre no sólo desea que se manifieste el poder mesiánico de su Hijo, es decir su poder salvífico destinado a socorrer la desdicha de los hombres; a liberar al hombre del mal que pesa sobre su vida bajo diferentes formas y en diferentes medidas... (cf. Lc 4, 18).

Otro elemento esencial de este rol de María se encuentra en aquello que dice a los sirvientes; “Hagan todo lo que Él les diga”. La Madre de Cristo se presenta delante de los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo; aquella que muestra qué exigencias deben ser satisfechas con el fin de que pueda manifestarse el poder salvífico del Mesías. En Caná, merced a la intercesión de María y a la obediencia de los sirvientes, Jesús indica el inicio de su hora. El suceso de Caná, en Galilea, se nos presenta como un primer anuncio de la mediación de María, orientada hacia el Cristo y tendiente hacia la revelación de su poder salvífico”.

Es claro que esta misión mesiánica y este poder salvífico de Jesús estallan sobre todo en el misterio eucarístico. Es sobre todo hacia él que la intercesión de la Virgen orienta nuestros corazones. Es ahí, sobre todo, que la hora de Jesús se prolonga sin término.

El horizonte eucarístico del milagro consumado por Jesús a ruego de María es totalmente percibido y afirmado por el nuevo Misal mariano en su misa de “la Virgen María en Caná”: citemos el prefacio:

Interviniendo por los esposos de Caná,
María implora a su Hijo
y pide a los sirvientes
hacer lo que Él les mandara;
entonces las urnas se vuelven rojas de vino,
para la alegría de los convidados;
primer anuncio de la comida de bodas
que Cristo prepara cada día por su Iglesia.
Ese signo maravilloso
(...) deja entrever la hora misteriosa
donde Cristo, en la púrpura de su Pasión,
entregará su vida en la cruz
por su Esposa la Iglesia. “

Así se ve que en Caná Cristo - de diferentes maneras, en palabras y en acto - anuncia la Eucaristía futura, como sacrificio y como alimento; el antiguo prefacio insistía en ello:

“¡Dichosa eres Virgen María!
Gracias a ti,
tu Hijo realizó el primero de sus milagros;
gracias a ti,
Cristo Esposo preparó el vino nuevo
para su Esposa la Iglesia;
gracias a ti,
los discípulos creyeron en su Maestro”

En esta lectura litúrgica del Evangelio joánico, la Iglesia propone con audacia y fe el reconocimiento de la mediación del Corazón de María en la preparación y en la celebración del sacrificio eucarístico.

Al pie de la Cruz, María podría volver a decir: “No tienen vino”. Habiendo llegado la hora de Jesús, ¿No vuelve a pensar María, viendo la fuga de los Apóstoles y la fe vacilante de Juan en la Resurrección inminente (cf. Jn 20, 9), en esta oración que les valió la fe inicial y sin la cual, entre tanto, permanecían ciegos delante la manifestación suprema de la gloria divina de Jesús: su muerte en la cruz (cf Jn 12, 28-32) aunque ya hubiesen tomado la Sangre del Cordero que ella ofrece ahora por ellos? “He aquí a tu Hijo” significaría: engéndrame de nuevo en este pequeño, a mí tu Unigénito, ayudándolo a reencontrar la fe en mi Resurrección.

Pero las palabras de Jesús: “He ahí a tu Madre, he ahí a tu hijo” podrían tener, también, en el tipo de la Iglesia primitiva, un sentido eucarístico más inmediato. Al momento de escuchar las palabras de Jesús, Juan venía de ser ordenado, la víspera, sacerdote de la Nueva Alianza y de recoger el testamento de Jesús: “Hagan esto como rito conmemorativo mío” (Lc 22, 19)80 ¿No fue por obedecer este mandamiento, esta orden sagrada por excelencia, que cumpliría el voto de María en Caná: “Hagan todo lo que Él les diga” (Jn 2,5), que se volvió, en la Cena, servidor y ministro sacramental de las bodas mesiánicas? ¿Después de escuchar Juan las palabras que le dirigió Jesús, a él que venía de recibir el poder de nutrir a la Esposa del Cordero, la Iglesia- ”he ahí a tu Madre”, no comprendería, en el tiempo que siguió a la Resurrección, bajo la acción del Espíritu (cf Jn 2, 21; 16, 12), si no inmediatamente, que debía en adelante, como mediador jerárquico entre el Hijo y la Madre, cumplir perfectamente la orden recibida en Caná, y ofrecer a su Madre -que es la de Jesús- el vino nuevo de la sangre del Unigénito?

En la vida pública de Jesús no hubo persona que creyese, como creía María, en el anuncio del Pan de vida. Ninguno que, como ella, testigo del milagro de la Encarnación en su seno virginal, deseara tanto la Eucaristía para poder vivir en Jesús y tener la vida (cf Jn 6, 56-8). No hubo nadie, después de la Resurrección, que comiese con tanta fe y con tanto amor el cuerpo y la sangre de Aquel que ella había dado al mundo con el fin de que diera su carne por la vida del mundo (cf. Jn 6, 51).

(Mas adelante, todavía en tiempos de la Iglesia, después de la muerte y gloriosa Asunción de María, insinuada por el Apocalipsis (11, 19;1-6-14), podemos pensar que sus comuniones supremamente meritorias de Inmaculada le merecieron la resurrección “ex condigno” y el privilegio de una resurrección anticipada “de congruo”, aunque su Asunción sea sobre todo un don gratuito de Jesús resucitado)81.

“Desde ese momento el discípulo la llevó a vivir a su casa” (Jn 19, 27). El Padre Braun subrayó bien el sentido simbólico de este texto82. ¿En tiempos de la Iglesia, no es cada cristiano “el discípulo amado por Jesús” y que tiene que - siguiendo la explicación de León XIII83 - dar a María la hospitalidad de su Corazón y acoger al Corazón de María, traspasado por la espada de sus propios pecados, y regocijarse con la dicha de la Corredentora? ¿Y el “en su casa”, la casa de Juan que acoge a María, no es el símbolo de la Iglesia Universal que recibe en la fe el Corazón de su Madre?

Juan no fue el único en recibir y acoger a María; toda la Iglesia primitiva hizo lo propio, hablando en sentido moral, con un respeto y un amor marcados de una gratitud inmensa. Como sus otros miembros, María se mostraba “asidua a las enseñanzas de los Apóstoles, fiel a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones día tras día, con un solo corazón” con sus hermanos y sus hijos (cf Ac 4, 32-36). Así, hasta hoy inclusive, en cada Misa el Corazón de María ofrece al Padre, en unión con la sangre de su Hijo, las lágrimas pasadas, sus sufrimientos y su amor al pie de la Cruz, en el Espíritu, para la salvación del mundo entero.

¿No es por ese motivo que la Iglesia acoge tan intensamente a su Madre virginal durante la celebración de los santos misterios de sus bodas con el Cordero, acto central de la vida eclesial? ¿No manifiesta esta acogida privilegiada la invocación, tan frecuentemente renovada durante la Misa, de la intercesión de la Madre del Cordero?

Diremos, entonces, que amando y venerando -particularmente después de su sacrificio- el Corazón de su Madre, la Iglesia ama su propio Corazón eclesial, absolutamente polarizado por el amor de la Eucaristía, glorifica e imita el indecible amor, terrestre y celeste, de la Théotokos por la Eucaristía y por el pueblo de Dios, del cual la Eucaristía es el signo unificador. La hora de la momentánea impotencia taumatúrgica84 del crucificado ya ha pasado, mientras que permanece la todopoderosa oración mediadora de María ante el Cordero y en unión con Él.

notas:
78 . Bossuet, Sermon II sur l´Assomption (1663) 1er point (Lebarcq, t. IV). Se esclarecerá este texto a la luz de aquel que remite la nota 108: Bossuet no pretende demostrar una presencia física del Corazón de María en los otros, sino una influencia moral.
79 . Cf. La Instrucción de la Comisión Bíblica pontificia del 21 de abril de 1964 sobre “la verdad histórica de los Evangelios”, en particular lo que se dice sobre el rol de los Apóstoles en la segunda etapa de la transmisión (Doc. Cath., col 713-4; ver los comentarios del cardenal Bea, col, 783-6).
80 . Adoptamos la traducción propuesta por Jeremía y el P. De Broglie, y justificada por J. Lécuyer, Le sacrifice de la Nouvelle Alliance, Mappus, Lyon, 1962, pp. 192-6
81 . Cf. El análisis de S. R. Belarmino sobre este punto por el P.S Tromp, Marianum XIII; y nuestras notas 98-99.
82 . F. M. Braun, O. P., La Mère des fideles, Castermann, 1953, pp. 124-9.
83 . Leon XIII, encíclica Augustissimæ Virginis del 12 de setiembre de 1897: “Ingravescente ætate... facere non possumus qui omnibus et singulis in Christo filiis notris Ipsius cruce pedentis extrema verba, quasi testamento relicta, iterimus: Ecce mater tua. Ac præclare quidem nobiscum actum esse censebimus, si id nostræ commendationes effecerint ut liceatque de singulis usurpare verba Joannis, quæ de se scripsit: “Accepit eam discipulus in sua” (León XIII, Lettres Apostoliques, Bonne Presse, t, V, p.168).
84 . Adoptamos aquí la interpretación muy remarcable y original, pero muy poco conocida y remarcada por los exegetas y teólogos, tomada del relato de las boads de Caná por E. Testa, O.F.M., Studii biblici franciscani, Libro V, Jerusalen, 1955, pp. 139-90, en particular, pp.184 sq.. Jesús, al decir “mi hora todavía no ha llegado” quería decir: la hora noctura en la que no operaré milagros todavía no ha llegado (cf. Jo, 11, 8-10), puedo hacer, por tanto, el milagro que me pides. Señalemos aquí la interpretación original de A. Kerrigan O.F.M.: “De Mariologia et œcumenismo”, Roma, 1962. 71-119.

escrito por Bertrand de Margerie, S.J.
Traducción de José Gálvez Krüger
(fuente www.aciprensa.com)

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