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martes, 9 de junio de 2015

Respuesta a un agnóstico

Una de las más interesantes reacciones que tuvo el artículo Mi tocayo el “anticristo”, publicado hace algunas semanas en La Página, provino de un buen amigo mío desde México. Además de ser un notable catedrático de filología y estudioso del orientalismo, este penetrante agnóstico ha tenido conmigo breves intercambios de posturas sobre Dios y la religión desde hace un par de años. Esta vez, me ha permitido reproducir su mensaje electrónico bajo la condición que me anime a responder lo que allí plantea.

Dado que no suelo evadir los debates con personas inteligentes, respetuosas e intelectualmente honestas, me apresuro a transcribir las líneas de este buen amigo, esperando responder a sus argumentos como mejor pueda. He aquí:

«Coincido contigo, Federico, en que el pensamiento de Nietzsche no resuelve el dilema de la necesidad humana de regirnos por sistemas éticos. Una vez te dije que la mayor debilidad del existencialismo era esa. Por tanto tampoco encuentro que se puedan refutar las razones que diste contra el ateísmo de Sartre en El Faro. El problema que tengo yo con la religión es su variedad. No logro encontrar ninguna justificación lógica para que una persona elija una determinada creencia sobre otra. Si Dios existe, ¿por qué hay tantas religiones que se contradicen entre sí? ¿Por qué un ser humano tendría que escoger una y solo una? Y finalmente, ¿qué pruebas podemos dar de la existencia de Dios? Nadie ha podido probar que exista. Esa es una verdad incontestable. El ateo tendría razón cuando dice que la ciencia no aporta evidencias empíricas de una divinidad. ¿O me equivoco?».

En el intento de responder a estas legítimas interrogantes he de comenzar diciendo que la fe es una experiencia humana muy singular. Mi amigo, como buen agnóstico, no se atreve a descartar la posibilidad de que Dios exista, sino que niega haber hallado pruebas de su existencia. La postura del ateísmo, en cambio, parte de un supuesto de fe: cree que Dios no existe. Su afirmación negativa, desde la perspectiva materialista, viene a tener idéntico valor objetivo, porque cree en algo que tampoco puede probar.

Estamos delante, pues, de un estupendo argumento circular: ni los creyentes podemos demostrar, científicamente, que Dios sea una realidad, ni los ateos han logrado confirmar lo opuesto. La diferencia se encuentra, me parece, en los campos (claramente distintos, pero no forzosamente antagónicos) que ambos grupos invocamos para sostener nuestras creencias. El ateo pretende decirnos que el campo ideal de esta «lucha» es el de la ciencia; los que tenemos fe decimos, sin descartar la ciencia, que las pruebas de Dios no pueden ser únicamente materiales.

En su «cancha», la de la ciencia, los ateos mantienen una postura compleja y un poco resbaladiza. Aparte que no es posible aportar pruebas científicas de todo lo que existe en la realidad humana —por mucho que me esfuerce, por ejemplo, me es materialmente imposible “probar” cuánto quise a mi abuelita—, son los escépticos quienes deberían sentirse obligados a ofrecer las evidencias que nos reclaman a los creyentes. ¿Por qué habríamos de ofrecer esas evidencias nosotros, puesto que jamás hemos reducido el campo de extracción de las pruebas de la existencia de Dios a la pura materia?

En la época en que milité en las filas de los ateos me topé con esta disyuntiva y confieso que ya no pude dormir tranquilo. Si era cierto que el debate sobre la divinidad se “salía” del terreno científico, la imposibilidad de la ciencia para responder a las más antiguas y profundas interrogantes del hombre constituía un argumento a favor de la fe, no del ateísmo. Fue así como entendí que la afirmación “Dios es una ilusión” es puramente filosófica, por mucho que la diga un científico.

Cuando recientemente ha querido sugerirnos Stephen Hawking que la física no ha encontrado evidencias de la divinidad, su deductiva conclusión respecto a la inexistencia de Dios rebasa el campo de su observación científica, haciéndole recalar en la especulación filosófica. De igual modo, el creyente médico que observa la curación inexplicable de un cáncer no debe concluir que la ciencia, en este caso, “demuestra” la existencia de Dios. La medicina, si acaso, le permitirá afirmar que la enfermedad, en efecto, ha desaparecido; y será su fe la que le brindará la explicación última detrás de aquel prodigio, que él ha reconocido científicamente inexplicable.

Desde luego que son muchos los científicos que incluyen su experiencia profesional entre los motivos que les llevaron al bando de los creyentes. La lista es tan grande y variada, que sólo me atendré en esta oportunidad a algunos de los más visibles contemporáneos: Robert Jastrow (astrofísico, fundador del Instituto Goddard para Estudios Espaciales de la NASA), Owen Jay Gingerich (emérito astrónomo e investigador tecnológico de la Universidad de Harvard), Francis Collins (probablemente el más importante genetista vivo), Erwin Schrödinger (gran postulador de las paradojas de la física cuántica), John C. Polkinghorne (popular físico matemático de la Universidad de Cambridge), Robert James Berry (experto en genética y naturalista, gran divulgador de las teorías que concilian evolucionismo y creacionismo), Charles Hard Townes (por mucho tiempo Presidente del Instituto de Tecnología de Massachusetts y, sin duda, el más notable experimentador estadounidense del rayo láser) y Allan R. Sandage (astrónomo, célebre por sus cálculos en torno a la velocidad de la expansión del universo), entre otros.

No obstante las observaciones, hallazgos y pruebas experimentales de estos relevantes científicos, ninguno de ellos afirma que la ciencia es el campo del que se obtiene el conocimiento de Dios. Su coherencia intelectual les impide caer en ese simplismo. Viene al caso una ilustrativa cita de Francis Collins, que por casi una década (hasta 2008) estuvo a cargo del famoso Proyecto del Genoma Humano: “Hay buenas razones para creer en Dios, incluida la existencia de principios matemáticos y un orden en la creación. Son razones positivas, basadas en el conocimiento, más que en suposiciones fundamentadas en una falta provisional de conocimiento”.

En efecto, para el materialista, todo lo que existe se halla dentro de los límites que imponen el espacio y el tiempo. Creer en Dios le obligaría a concebir una realidad que previamente descarta. Los creyentes, por nuestro lado, no entendemos a Dios reducido al espacio y al tiempo, motivo por el cual nos resultan tan opacos y hasta infantiles los “argumentos” materialistas del tipo que alardea Richard Dawkins en su libro The God Delusion (La ilusión de Dios), donde pretende refutar cosas que simplemente no están planteadas en el mundo de la fe: la “creación” de Dios, por mencionar sólo una de sus pretendidas objeciones. He de aclarar que mi planteamiento no busca negar las justificaciones materialistas a que un ateo recurre, legítimamente, para reforzar su escepticismo; lo que digo es que cae en la misma incongruencia que quiere endilgar al creyente cuando le pide “probar” la existencia de Dios. En otras palabras, esa recurrente exigencia del ateo a que le verifiquemos científicamente la existencia de la divinidad puede muy bien servirle para evitarse sobresaltos interiores, pero dista mucho de ser un argumento si se atiene a sus propias y materialistas premisas. Esa socorrida conminación “¡A ver, pruébelo!” no es, objetivamente, un razonamiento contra Dios: es una infinita casuística circular.

En este juego de presuposiciones, sin embargo, el hombre de fe lleva dos ventajas nada despreciables. Por una parte, su visión de la realidad no queda encerrada en los límites de lo material, por lo que escapa sin rasguños de los apriorismos reductivos del incrédulo. Frente a un hecho inexplicable, por ejemplo, el creyente es libre de acreditarlo o no como milagro, dependiendo del valor que otorgue a las evidencias; el ateo, en cambio, no es libre de discutir el portento: tiene que negarlo, so pena de echar por tierra el edificio en que se asientan sus principales apuestas vitales. La opción del escéptico es una y sólo una; la fe brinda, por el contrario, numerosas posibilidades. La otra ventaja del creyente es plenamente ontológica: si está equivocado, nada habrá perdido. No podemos decir lo mismo del ateo, si es que el equivocado fuera él. Al agnóstico, desde luego, habría que excluirlo de ese fundamentalismo “religioso” que en los ateos suele expresarse a través de ataques, descalificaciones y hasta vergonzosos insultos, a veces tan furibundos y arbitrarios como los de Richard Dawkins. Pero la comodidad del agnosticismo, frente a la exigencia moral de tomar postura, no es tan cómoda como parece. De serlo, ningún correo electrónico me habría llegado desde México. ¿O me equivoco?

Como ya habrá notado el lector, he empezado respondiendo a la última de las interrogantes planteadas por mi amigo el filólogo. He adoptado ese orden, claro, intencionalmente, porque de todo lo que acabo de exponer se desprende mi réplica a quienes, sin notarlo, han hallado en la abundancia de religiones una muy pobre justificación para su agnosticismo. Y en ello trataré de ahondar en la segunda parte de esta respuesta.

SEGUNDA PARTE

Eventualmente, por supuesto, quien acepta la existencia de Dios termina buscando —y casi siempre encontrando— un camino para mantener viva su fe. La religión es la forma que adquiere, desde el fondo de cada corazón y cada conciencia, esa búsqueda de la divinidad. La diversidad religiosa, por tanto, no debería extrañarnos. De hecho, esa multiplicidad de caminos que los seres humanos hemos trazado para llegar a Dios constituye más bien un argumento sólido a favor de la intuición espiritual que por milenios ha seducido la inteligencia y la emoción de los hombres, de civilización en civilización.

El planteamiento de las muchas religiones como una «fórmula» para descartar la existencia de Dios me es especialmente familiar porque lo usé por casi 15 años, cuando me declaraba ateo. Y me parecía —he de reconocerlo, no sin vergüenza— muy contundente. Suponía que la variedad de credos era razón suficiente para sostener mi escepticismo. Si había una verdad trascendente, era imposible que todas las religiones la poseyeran, puesto que también había notables contradicciones entre ellas. Una lógica, en suma, idéntica a la que expone mi amigo el filólogo en su mensaje electrónico.

Con el correr del tiempo, sin embargo, fui dándome cuenta que aquel razonamiento no era tan impecable como yo creía. La lectura de otro ex ateo confeso, el genial Gilbert Keith Chesterton, me hizo ver que los escépticos partíamos de una suposición débil, dictaminando erróneamente la no-existencia de algo sólo porque los seres humanos reclamaban tener, contradiciéndose entre sí, la única verdad sobre ese algo. Una cosa, bien mirada, no llevaba forzosamente a la otra. ¿Por qué hemos de inferir, de la pluralidad de opiniones sobre una cosa, que tal cosa es imposible? Es como si alguien concluyera que Cojutepeque no existe debido a que ochenta caminos distintos aseguran llevarnos a Cojutepeque.

Chesterton, con su característico sentido común, lo expone así: “No digas: «No hay doctrina verdadera, porque toda doctrina cree que es verdadera y que las otras no lo son». La diversidad demuestra que la mayoría de los puntos de vista son equivocados, no todos… Yo creo (sólo basándome en autoridades) que el mundo es redondo. Que pueda haber tribus que crean que es triangular u oblongo no altera el hecho de que es, ciertamente, de alguna forma y, por lo tanto, de ninguna otra. Por ello repito: no digas que la variedad de doctrinas te impide aceptar una. No es una observación inteligente”.

En efecto, las interpretaciones de lo divino son prueba de la heterogeneidad cultural y de las contradicciones humanas, no de la inexistencia de Dios. El que una civilización antigua creyera a pies juntillas que los dioses poblaban un monte y bajaban de allí por los motivos más miserables —hasta para procrear con mujeres “mortales”—, ¿consigue acaso demostrar que una fe particular, madurada por el tiempo, es una ilusión, o que otras verdades trascendentes forman parte de un ramillete de fábulas? El que un pueblo muy poderoso, en el pasado, haya enviado hombres a la guerra persuadiéndoles de que iban a ser recibidos por miles de vírgenes en el cielo, ¿es evidencia contundente de que todo camino espiritual es vano y arbitrario?

No es un simplismo, desde luego, preguntarse por qué las religiones difieren tanto entre ellas a la hora de sistematizar un camino concreto hacia la salvación del alma. El simplismo se encuentra en colocar esta realidad como una excusa para invalidar todos los caminos. Allí es donde la “lógica” del ateo y del agnóstico muestra su fragilidad.

Tampoco es apropiado, dicho sea de paso, juzgar con el mismo rasero a las religiones, principalmente si abordamos dos temas que suelen pasar inadvertidos cuando se critica la multiplicidad de credos. Uno de estos temas es el de la predestinación, que razona la fe en su concepto sobrenatural de don (un bien que el creyente recibe, gratuitamente, de Dios) y con respecto a la maldad que subyuga, sin embargo, a muchas almas. El otro tema se refiere al hecho, innegable, que millones de seres humanos no tuvieron, o no llegarán a tener, la oportunidad de recibir el don de la fe. Para ofrecer respuesta a esta objeción —por demás legítima—, doctrinas como la católica han enriquecido, a lo largo de los siglos, propuestas bastante más satisfactorias que las elaboradas por filosofías modernas tan rebatibles como el voluntarismo de Schopenhauer, el materialismo de Marx, el nihilismo de Nietzsche y el existencialismo de Sartre.

Lo que suele, pues, parapetarse detrás de la premisa atea del pluralismo religioso es un desconocimiento, más o menos profundo, de las respuestas integrales que recibe el creyente al abrazar un determinado camino doctrinal. Y esa ignorancia no es justificable si, intelectualmente, se quiere desvirtuar la fe de los demás. Un escéptico como Richard Dawkins, por ejemplo, exhibe prejuicios que suelen florecer en intelectos poco ejercitados, pero que resultan inaceptables en alguien que, como él, pretende pasar por erudito. Su pasión anticristiana podríamos aceptarla como una cuestión de estilo; sus epidérmicos “análisis” sobre el cristianismo, en cambio, son inexcusables.

No resuelve el agnosticismo el problema de explicar muchas de las debilidades que tiene el pensamiento posmoderno. Para el caso, y volviendo a nuestra refutación a Federico Nietzsche, dudar a priori de la existencia de Dios no esclarece por qué los seres humanos necesitamos verdades objetivas sobre las cuales diseñar sistemas éticos. Un agnóstico consecuente no debería dudar de un ser creador por la diversidad religiosa que observa en el mundo. Si ni siquiera logra concebir la existencia de esa divinidad, ¿qué sentido tiene preguntarse por los caminos que podrían conducirle a ella?

En este punto, sostengo, el agnóstico tiene (como el ateo) pocas excusas. Presentar el número ingente de doctrinas como razonamiento previo o colateral de la duda es una escapatoria falsa, que únicamente los agnósticos honrados llegan a admitir como tal. Otros se mantienen en la actitud —poco recia y facilista— de alimentar sus recelos religiosos con prejuicios.

Hace algunos años, para hablar de una costumbre muy católica, quien estas líneas escribe hallaba francamente absurdo rezar el Rosario. Me parecía un verdadero sinsentido ir pasando cuentas entre los dedos y echando al aire, una y otra vez, las mismísimas palabras. Tuve que pasar por el cruel enfrentamiento con mi duda principal, la existencia de Dios, antes de iniciar un recorrido (fascinante, por cierto) entre los dogmas marianos que yo, a lo lejos, juzgaba irracionales.

Eso pasa con frecuencia entre personas bien intencionadas que califican la fe de los demás por sus manifestaciones exteriores, sin detenerse lo más mínimo a pensar que, probablemente, haya mucha sabiduría y pragmatismo detrás de ellas. La fe, dicho de otro modo, se alcanza mejor cuando la humildad va sustituyendo a la autosuficiencia. De un ministro presbiteriano escocés, David Robertson, aprendí algo que me ha ayudado a medir el grado de ignorancia que comúnmente existe entre ateos y agnósticos sobre los aspectos más sencillos del cristianismo. “Cuando alguien me dice que no cree en Dios”, escribe Robertson, “por lo general le pido que me hable del Dios en el que no cree… Y yo termino diciéndole que, curiosamente, yo tampoco creo en ese Dios”. El resultado es previsible: la visión de muchos escépticos sobre la divinidad que niegan es tan distorsionada, tan distante de lo que el cristianismo realmente sostiene, que ni el propio creyente que les escucha podría suscribirla. No falla.

Hemos de agregar que el problema de fondo que algunos tienen con una verdad religiosa no es la verdad misma, sino el compromiso que viene con ella. Sabemos, por experiencia propia o ajena, que los encuentros con una verdad trascendente cambian de raíz la vida y las acciones de los hombres. ¡Y le tenemos pavor a esos cambios! Comprometernos con algo que está más allá de nuestros reducidos horizontes existenciales puede producirnos un vértigo atroz. Y a esa sobrecogedora intuición, innumerables veces, responde (con ira, con cinismo o con articulada indiferencia) la soberbia del ser humano, que quisiera verse confirmado como el «ombligo» del universo.

La conciencia de nuestra propia caducidad, empero, corroen los palacios de humo que edifica nuestra vanidad. Por eso es que el libertino Oscar Wilde, en su lecho de muerte, pidió la confesión de un cura. Por eso es que el incrédulo Anatole France, tomando la mano de su secretario en el último estertor, aseguró que nadie era tan infeliz como él. Por eso, en fin, el escéptico Jean Paul Sartre se atrevió a escribir, en el colmo de la desesperación intelectual, que el hombre es “una pasión inútil”.

Para resumir, ateos y agnósticos pueden, si ello les dulcifica el paladar, afirmar la inexistencia de Dios o apoltronarse en sus dudas. Cuando traten, no obstante, de fortalecerse en la peregrina conclusión que el 90% de la humanidad padece una especie de “alucinación masiva”, bien harían si evitaran descartar —aunque les cueste— la posibilidad que exista, detrás de su descreimiento, alguna de las debilidades arriba esbozadas. Les aseguro que ese camino, si son honestos, les llevará a luminosos descubrimientos. Y nada hay mejor que podríamos desearles los creyentes.

escrito por Federico Fernández Aguilar 
(fuente: www.lapagina.com.sv)

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