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viernes, 28 de marzo de 2008

La Pasión de Jesús según la Beata Ana C. Emmerick (IX parte)

XXXI. Primera palabra de Jesús en la Cruz

47. Acabada la crucifixión de los ladrones, los verdugos se retiraron, y los cien soldados romanos fueron relevados por otros cincuenta, bajo el mando de Abenadar, árabe de nacimiento, bautizado después con el nombre de Ctesifón; el segundo jefe se llamaba Casio, y recibió después el nombre de Longinos. En estos momentos llegaron doce fariseos, doce saduceos, doce escribas y algunos ancianos, que habían pedido inútilmente a Pilatos que mudase la inscripción de la cruz, y cuya rabia se había aumentado por la negativa del gobernador. pasando por delante de Jesús, menearon desdeñosamente la cabeza, diciendo: "¡Y bien, embustero; destruye el templo y levántalo en tres días! - ¡Ha salvado a otros, y no se puede salvar a sí mismo! - ¡Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz! – Si es el Rey de Israel, que baje de la cruz, y creeremos en Él". Los soldados se burlaban también de Él. Cuando Jesús se desmayó, Gesmas, el ladrón de la izquierda, dijo: "Su demonio lo ha abandonado". Entonces un soldado puso en la punta de un palo una esponja con vinagre, y la arrimó a los labios de Jesús, que pareció probarlo. El soldado le dijo: "Si eres el Rey de los judíos, sálvate tú mismo". Todo esto pasó mientras que la primera tropa dejaba el puesto a la de Abenadar. Jesús levantó un poco la cabeza, y dijo: "¡Padre mío, perdonadlos, pues no saben lo que hacen!". Gesmas gritó: "Si tú eres Cristo, sálvate y sálvanos". Dimas, el buen ladrón, estaba conmovido al ver que Jesús pedía por sus enemigos. La Santísima Virgen, al oír la voz de su Hijo, se precipitó hacia la cruz con Juan, Salomé y María Cleofás. El centurión no los rechazó. Dimas, el buen ladrón, obtuvo en este momento, por la oración de Jesús, una iluminación interior: reconoció que Jesús y su Madre le habían curado en su niñez, y dijo en vos distinta y fuerte: "¿Cómo podéis injuriarlo cuando pide por vosotros? Se ha callado, ha sufrido paciente todas vuestras afrentas, es un Profeta, es nuestro Rey, es el Hijo de Dios". Al oír esta reprensión de la boca de un miserable asesino sobre la cruz, se elevó un gran tumulto en medio de los circunstantes: tomaron piedras para tirárselas; mas el centurión Abenadar no lo permitió. Mientras tanto la Virgen se sintió fortificada con la oración de su Hijo, y Dimas dijo a su compañero, que continuaba injuriándolo: "¿No tienes temor de Dios, tú que estás condenado al mismo suplicio? Nosostros lo merecemos justamente, recibimos el castigo de nuestros crímenes; pero éste no ha hecho ningún mal. Piensa en tu última hora, y conviértete". Estaba iluminado y tocado: confesó sus culpas a Jesús, diciendo: "Señor, si me condenáis, será con justicia; pero tened misericordia de mí". Jesús le dijo: "Tú sentirás mi misericordia". Dimas recibió en este momento la gracia de un profundo arrepentimiento. Todo lo que acabo de contar sucedió entre las doce y las doce y media, y pocos minutos después de la Exaltación de la cruz; pero pronto hubo un gran cambio en el alma de los espectadores, a causa de la mudanza de la naturaleza.

XXXII. Eclipse de sol – Segunda y tercera palabras de Jesús

48. Cuando Pilatos pronunció la inicua sentencia, cayó un poco de granizo; después el Cielo se aclaró hasta las doce, en que vino una niebla colorada que oscureció el sol: a la sexta hora, según el modo de contar de los judíos, que corresponde a las doce y media, hubo un eclipse milagroso del sol. Yo vi cómo sucedió, mas no encuentro palabras para expresarlo. Primero fui transportada como fuera de la tierra: veía las divisiones del cielo y el camino de los astros, que se cruzaban de un modo maravilloso; vi la luna a un lado de la tierra, huyendo con rapidez, como un globo de fuego. En seguida me hallé en Jerusalén, y vi otra vez la luna aparecer llena y pálida sobre el monte de los Olivos; vino del Oriente con gran rapidez, y se puso delante del sol oscurecido con la niebla. Al lado occidental del sol vi un cuerpo oscuro que parecía una montaña y que lo cubrió enteramente. El disco de este cuerpo era de un amarillo oscuro, y estaba rodeado de un círculo de fuego, semejante a un anillo de hierro hecho ascua.

El cielo se oscureció, y las estrellas aparecieron despidiendo una luz ensangrentada. Un terror general se apoderó de los hombres y de los animales: los que injuriaban a Jesús bajaron la voz. Muchos se daban golpes de pecho, diciendo: "¡Que la sangre caiga sobre sus verdugos!". Otros de cerca y de lejos, se arrodillaron pidiendo perdón, y Jesús, en medio de sus dolores, volvió los ojos hacia ellos. Las tinieblas se aumentaban, y la cruz fue abandonada de todos, excepto de María y de los caros amigos del Salvador. Dimas levantó la cabeza hacia Jesús, y con una humilde esperanza, le dijo: "¡Señor, acordaos de mí cuando estéis en vuestro reino!". Jesús le respondió: "En verdad te lo digo; hoy estarás conmigo en el Paraíso". María pedía interiormente que Jesús la dejara morir con Él. El Salvador la miró con una ternura inefable, y volviendo los ojos hacia Juan, dijo a María: "Mujer, este es tu hijo". Después dijo a Juan: "Esta es tu Madre". Juan besó respetuosamente el pie de la cruz del Redentor.

La Virgen Santísima se sintió acabada de dolor, pensando que el momento se acercaba en que su divino Hijo debía separarse de ella. No sé si Jesús pronunció expresamente todas estas palabras; pero yo sentí interiormente que daba a María por Madre a Juan, y a Juan por hijo a María. En tales visiones se perciben muchas cosas, y con gran claridad que no se hallan escritas en los Santos Evangelios. Entonces no parece extraño que Jesús, dirigiéndose a la Virgen, no la llame Madre mía, sino Mujer; porque aparece como la mujer por excelencia, que debe pisar la cabeza de la serpiente, sobre todo, en este momento en el que se cumple esta promesa por la muerte de su Hijo. También se comprende muy claramente que, dándola por Madre a Juan, la da por Madre a todos los que creen en su nombre y se hacen hijos de Dios. Se comprende también que la más pura, la más humilde, la más obediente de las mujeres, que habiendo dicho al ángel: "Ved aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra", se hizo Madre del Verbo hecho hombre: oyendo la voz de su Hijo moribundo obedece y consiente en ser la Madre espiritual de otro hijo, repitiendo en su corazón estas mismas palabras con una humilde obediencia, y adopta por hijos suyos a todos los hijos de Dios, a todos los hermanos de Jesucristo.
Es más fácil sentir todo esto por la gracia de Dios, que expresarlo con palabras, y entonces me acuerdo de lo que me había dicho una vez el Padre celestial: "Todo está revelado a los hijos de la Iglesia que creen, que esperan y que aman".

XXXIII. Estado de la ciudad y del templo - Cuarta palabra de Jesús

49. Era poco más o menos la una y media; fue transportada la ciudad para ver lo que pasaba. La hallé llena de agitación y de inquietud; las calles estaban oscurecidas por una niebla espesa; los hombres, tendidos por el suelo con la cabeza cubierta; unos se daban golpes de pecho, y otros subían a los tejados, mirando al cielo y se lamentaban. Los animales aullaban y se escondían; las aves volaban bajo y se caían. Pilatos mandó venir a su palacio a los judíos más ancianos, y les preguntó qué significaban aquellas tinieblas; les dijo que él las miraba como un signo espantoso, que su Dios estaba irritado contra ellos, porque habían perseguido de muerte al Galileo, que era ciertamente su Profeta y su Rey; que él se había lavado las manos; que era inocente de esa muerte; mas ellos persistieron en su endurecimiento, atribuyendo todo lo que pasaba a causas que no tenían nada de sobrenatural. Sin embargo, mucha gente se convirtió, y todos aquellos soldados que presenciaron la prisión de Jesús en el monte de los Olivos, que entonces cayeron y se levantaron. La multitud se reunía delante de la casa de Pilatos, y en el mismo sitio en que por la mañana habían gritado: "¡Que muera! ¡que sea crucificado!", ahora gritaba: "¡Muera el juez inicuo! ¡que su sangre recaiga sobre sus verdugos!". El terror y la angustia llegaban a su como en el templo. Se ocupaban en la inmolación del cordero pascual, cuando de pronto anocheció. Los príncipes de los sacerdotes se esforzaron en mantener el orden y la tranquilidad, encendieron todas las lámparas; pero el desorden aumentaba cada vez más.

Yo vi a Anás, aterrorizado, correr de un rincón a otro para esconderse. Cuando me encaminé para salir de la ciudad, los enrejados de las ventanas temblaban, y sin embargo no había tormenta. Entretanto la tranquilidad reinaba alrededor de la cruz. El Salvador estaba absorto en el sentimiento de un profundo abandono; se dirigió a su Padre celestial, pidiéndole con amor por sus enemigos. Sufría todo lo que sufre un hombre afligido, lleno de angustias, abandonado de toda consolación divina y humana, cuando la fe, la esperanza y la caridad se hallan privadas de toda luz y de toda asistencia sensible en el desierto de la tentación, y solas en medio de un padecimiento infinito. Este dolor no se puede expresar. Entonces fue cuando Jesús nos alcanzó la fuerza de resistir a los mayores terrores del abandono, cuando todas las afecciones que nos unen a este mundo y a esta vida terrestre se rompen, y que al mismo tiempo el sentimiento de la otra vida se oscurece y se apaga: nosotros no podemos salir victoriosos de esta prueba sino uniendo nuestro abandono a los méritos del suyo sobre la cruz.

Jesús ofreció por nosotros su misericordia, su pobreza, sus padecimientos y su abandono: por eso el hombre, unido a Él en el seno de la Iglesia, no debe desesperar en la hora suprema, cuando todo se oscurece, cuando toda luz y toda consolación desaparecen. Jesús hizo su testamento delante de Dios, y dio todos sus méritos a la Iglesia y a los pecadores. No olvidó a nadie; pidió aún por esos herejes que dicen que Jesús, siendo Dios, no sintió los dolores de su Pasión; y que no sufrió lo que hubiera padecido un hombre en el mismo caso. En su dolor nos mostró su abandono con un grito, y permitió a todos los afligidos que reconocen a Dios por su Padre un quejido filial y de confianza. A las tres, Jesús gritó en alta voz: "¡Eli, Eli, lamma sabactani!". Lo que significa: "¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?". El grito de Nuestro Señor interrumpió el profundo silencio que reinaba alrededor de la cruz: los fariseos se volvieron hacia Él y uno de ellos le dijo: "Llama a Elías". Otro dijo: "Veremos si Elías vendrá a socorrerlo". Cuando María oyó la voz de su Hijo, nada pudo detenerla. Vino al pie de la cruz con Juan, María, hija de Cleofás, Magdalena y Salomé. Mientras el pueblo temblaba y gemía, un grupo de treinta hombres de la Judea y de los contornos de Jopé pasaban por allí para ir a la fiesta, y cuando vieron a Jesús crucificado, y los signos amenazadores que presentaba la naturaleza, exclamaron llenos de horror: "¡Mal haya esta ciudad! Si el templo de Dios no estuviera en ella, merecería que la quemasen por haber tomado sobre sí tal iniquidad".

Estas palabras fueron como un punto de apoyo para el pueblo, y todos los que tenían los mismos sentimiento se reunían. Los circunstantes se dividieron en dos partidos: los unos lloraban y murmuraban, los otros pronunciaban injurias e imprecaciones. Sin embargo, los fariseos ya no ostentaban la misma arrogancia que antes, y más bien temiendo una insurrección popular, se entendieron con el centurión Abenadar. Dieron órdenes para cerrar la puerta más cercana de la ciudad y cortar toda comunicación. Al mismo tiempo enviaron un expreso a Pilatos y Herodes, para pedir al primero quinientos hombres, y al segundo sus guardias para impedir una insurrección. Mientras tanto, el centurión Abenadar mantenía el orden e impedía los insultos contra Jesús, para no irritar al pueblo. Poco después de las tres, paulatinamente desaparecieron las tinieblas. Los enemigos de Jesús recobraron su arrogancia conforma la luz volvía. Entonces fue cuando dijeron: "¡Llama a Elías!".

XXXIV. Quinta, sexta y séptima palabras. Muerte de Jesús

50. Por la pérdida de sangre el sagrado cuerpo de Jesús estaba pálido, y sintiendo una sed abrasadora, dijo: "Tengo sed". Uno de los soldados mojó una esponja en vinagre, y habiéndola rociado de hiel, la puso en la punta de su lanza para presentarla a la boca del Señor. De estas palabras que dijo recuerdo solamente las siguientes: "Cuando mi voz no se oiga más, la boca de los muertos hablará". Entonces algunos gritaron: "Blasfema todavía". Mas Abenadar les mandó estarse quietos. La hora del Señor había llegado: un sudor frío corrió sus miembros, Juan limpiaba los pies de Jesús con su sudario. Magdalena, partida de dolor, se apoyaba detrás de la cruz. La Virgen Santísima de pie entre Jesús y el buen ladrón, miraba el rostro de su Hijo moribundo. Entonces Jesús dijo: "¡Todo está consumado!". Después alzó la cabeza y gritó en alta voz: "Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu". Fue un grito dulce y fuerte, que penetró el cielo y la tierra: en seguida inclinó la cabeza, y rindió el espíritu.

Juan y las santas mujeres cayeron de cara sobre el suelo. El centurión Abenadar tenía los ojos fijos en la cara ensangrentada de Jesús, sintiendo una emoción muy profunda. cuando el Señor murió, la tierra tembló, abriéndose el peñasco entre la cruz de Jesús y la del mal ladrón. El último grito del Redentor hizo temblar a todos los que le oyeron. Entonces fue cuando la gracia iluminó a Abenadar. Su corazón, orgulloso y duro, se partió como la roca del Calvario; tiró su lanza, se dio golpes en el pecho gritando con el acento de un hombre nuevo: "¡Bendito sea el Dios Todopoderoso, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; éste era justo; es verdaderamente el Hijo de Dios!". Muchos soldados, pasmados al oír las palabras de su jefe, hicieron como él. Abenadar, convertido del todo, habiendo rendido homenaje al Hijo de Dios, no quería estar más al servicio de sus enemigos.

Dio su caballo y su lanza a Casio, el segundo oficial, quien tomó el mando, y habiendo dirigido algunas palabras a los soldados, se fue en busca de los discípulos del Señor, que se mantenían ocultos en las grutas de Hinnón. Les anunció la muerte del Salvador, y se volvió a la ciudad a casa de Pilatos. Cuando Abenadar dio testimonio de la divinidad de Jesús, muchos soldados hicieron como él: lo mismo hicieron algunos de los que estaban presentes, y aún algunos fariseos de los que habían venido últimamente. Mucha gente se volvía a su casa dándose golpes de pecho y llorando. Otros rasgaron sus vestidos, y se cubrieron con tierra la cabeza. Era poco más de las tres cuando Jesús rindió el último suspiro. Los soldados romanos vinieron a guardar la puerta de la ciudad y a ocupar algunas posiciones para evitar todo movimiento tumultuoso. Casio y cincuenta soldados se quedaron en el Calvario.

XXXV. Temblor de tierra – Aparición de los muertos en Jerusalén

51. Cuando Jesús expiró, vi a su alma, rodeada de mucha luz, entrar en la tierra, al pie de la cruz; muchos ángeles, entre ellos Gabriel, la acompañaron. Estos ángeles arrojaron de la tierra al abismo una multitud de malos espíritus. Jesús envió desde el limbo muchas almas a sus cuerpos para que atemorizaran a los impenitentes y dieran testimonio de Él. En el templo, los príncipes de los sacerdotes habían continuado el sacrificio, interrumpido por el espanto que les causaron las tinieblas, y creían triunfar con la vuelta de la luz; mas de pronto la tierra tembló, el ruido de las paredes que se caían y del velo del templo que se rasgaba les infundió un terror espantoso. Se vio de repente aparecer en el santuario al sumo sacerdote Zacarías, muerto entre el templo y el altar, pronunciar palabras amenazadoras; habló de la muerte del otro Zacarías, padre de Juan Bautista, de la de Juan Bautista, y en general de la muerte de los profetas.

Dos hijos del piadoso sumo sacerdote Simón el Justo se presentaron cerca del gran púlpito, y hablaron igualmente de la muerte de los profetas y del sacrificio que iba a cesar. Jeremías se apareció cerca del altar, y proclamó con voz amenazadora el fin del antiguo sacrificio y el principio del nuevo. Estas apariciones, habiendo tenido lugar en los sitios en donde sólo los sacerdotes podían tener conocimiento de ellas, fueron negadas o calladas, y prohibieron hablar de ellas bajo severísimas penas. Pero pronto se oyó un gran ruido: las puertas del santuario se abrieron, y una voz gritó: "Salgamos de aquí". Nicodemus, José de Arimatea y otros muchos abandonaron el templo. Muertos resucitados se veían asimismo que andaban por el pueblo.
Anás que era uno de los enemigos más acérrimos de Jesús, estaba así loco de terror: huía de un rincón a otro, en las piezas más retiradas del templo. Caifás quiso animarlo, pero fue en vano: la aparición de los muertos lo había consternado. Dominado Caifás por el orgullo y la obstinación, aunque sobrecogido por el terror, no dejó traslucir nada de lo que sentía, oponiendo su férrea frente a los signos amenazadores de la ira divina. No pudo, a pesar de sus esfuerzos, hacer continuar la ceremonia. Dijo y mandó decir a los otros sacerdotes que estos signos de la ira del cielo habían sido ocasionados por los secuaces del Galileo, que muchas cosas provenían de los sortilegios de ese hombre que en su muerte como en su vida había agitado el reposo del templo. Mientras todo esto pasaba en el templo, el mismo sobresalto reinaba en muchos sitios de Jerusalén. No sólo en el Templo hubo apariciones de muertos: también ocurrieron en la ciudad y sus alrededores. Entraron en las casas de sus descendientes, y dieron testimonio de Jesús con palabras severas contra los que habían tomado parte en su muerte. Pálidos o amarillos, su voz dotada de un sonido extraño e inaudito, iban amortajados según la usanza del tiempo en que vivían: al llegar a los sitios en donde la sentencia de muerte de Jesús fue proclamada, se detuvieron un momento, y gritaron: "¡Gloria a Jesús, y maldición a sus verdugos!". El terror y el pánico producidos por estas apariciones fue grande: el pueblo se retiró por fin a sus moradas, siendo muy pocos los que comieron por la noche el Cordero pascual.

XXXVI. José de Arimatea pide a Pilatos el cuerpo de Jesús

52. Apenas se restableció un poco la tranquilidad en la ciudad, el gran consejo de los judíos pidió a Pilatos que mandara romper las piernas a los crucificados, para que no estuvieran en la cruz el sábado. Pilatos dio las órdenes necesarias. En seguida José de Arimatea vino a verle; pues con Nicodemus habían formado el proyecto de enterrar a Jesús en un sepulcro nuevo, que había hecho construir a poca distancia del Calvario. Habló a Pilatos, pidiéndole el cuerpo de Jesús. Pilatos se extrañó que un hombre tan honorable pidiese con tanta instancia el permiso de rendir los últimos honores al que había hecho morir tan ignominiosamente. Hizo llamar al centurión Abenadar, vuelto ya después de haber conversado con los discípulos, y le preguntó si el Rey de los judíos había expirado.

Abenadar le contó la muerte del Salvador, sus últimas palabras, el temblor de tierra y la roca abierta por el terremoto. Pilatos pareció extrañar sólo que Jesús hubiera muerto tan pronto, porque ordinariamente los crucificados vivían más tiempo; pero interiormente estaba lleno de angustia y de terror, por la coincidencia de esas señales con la muerte de Jesús. Quizá quiso en algo reparar su crueldad dando a José de Arimatea el permiso de tomar el cuerpo de Jesús. También tuvo la mira de dar un desaire a los sacerdotes, que hubiesen visto gustosos a Jesús enterrado ignominiosamente entre dos ladrones. Envió un agente al Calvario para ejecutar sus órdenes, que fue Abenadar. Le vi asistir al descendimiento de la cruz.

XXXVII. Abertura del costado de Jesús – Muerte de los ladrones

53. Mientras tanto el silencio y el duelo reinaban sobre el Gólgota. El pueblo atemorizado se había dispersado; María, Juan, Magdalena, María hija de Cleofás, y Salomé, estaban de pie o sentadas en frente de la cruz, la cabeza cubierta y llorando. Se notaban algunos soldados recostados sobre el terraplén que rodeaba la llanura; Casio, a caballo, iba de un lado a otro. El cielo estaba oscuro, y la naturaleza parecía enlutada. Pronto llegaron seis alguaciles con escalas, azadas, cuerdas y barras de hierro para romper las piernas a los crucificados. Cuando se acercaron a la cruz, los amigos de Jesús se apartaron un poco, y la Virgen Santísima temía que ultrajasen aún el cuerpo de su Hijo. Aplicaron las escalas a la cruz para asegurarse de que Jesús estaba muerto. Habiendo visto que el cuerpo estaba frío y rígido lo dejaron, y subieron a las cruces de los ladrones. Dos alguaciles les quebraron los brazos por encima y por debajo de los codos con sus martillos. Gesmas daba gritos horribles, y le pegaron tres golpes sobre el pecho para acabarlo de matar. Dimas lanzó un gemido, y expiró, siendo el primero de los mortales que volvió a ver a su Redentor. Los verdugos dudaban todavía de la muerte de Jesús. El modo horrible como habían fracturado los miembros de los ladrones hacía temblar a las santas mujeres por el cuerpo del Salvador. Mas el subalterno Casio, hombre de veinticinco años, cuyos ojos bizcos excitaban la befa de sus compañeros, tuvo una inspiración súbita. La ferocidad bárbara de los verdugos, la angustia de las santas mujeres, y el ardor grande que excitó en él la Divina gracia, le hicieron cumplir una profecía. Empuñó la lanza, y dirigiendo su caballo hacia la elevación donde estaba la cruz, se puso entre la del buen ladrón y la de Jesús. Tomó su lanza con las dos manos, y la clavó con tanta fuerza en el costado derecho del Señor, que la punta atravesó el corazón, un poco más abajo del pulmón izquierdo. Cuando la retiró salió de la herida una cantidad de sangre y agua que llenó su cara, que fue para él baño de salvación y de gracia. Se apeó, y de rodillas, en tierra, se dio golpes de pecho, confesando a Jesús en alta voz.

La Virgen Santísima y sus amigas, cuyos ojos estaban siempre fijos en Jesús, vieron con inquietud la acción de ese hombre, y se precipitaron hacia la cruz dando gritos. María cayó en los brazos de las santas mujeres, como si la lanza hubiese atravesado su propio corazón, mientras Casio, de rodillas, alababa a Dios; pues los ojos de su cuerpo y de su alma se habían curado y abierto a la luz. Todos estaban conmovidos profundamente a la vista de la sangre del Salvador, que había caído en un hoyo de la peña, al pie de la cruz. Casio, María, las santas mujeres y Juan recogieron la sangre y el agua en frascos, y limpiaron el suelo con paños. Casio, que había recobrado toda la plenitud de su vista, estaba en una humilde contemplación. Los soldados, sorprendidos del milagro que había obrado en él, se hincaron de rodillas, dándose golpes de pecho, y confesaron a Jesús. Casio, bautizado con el nombre de Longinos, predicó la fe como diácono, y llevó siempre sangre de Jesús sorbe sí. Esta se había secado, y se halló en su sepulcro, en Italia, en una ciudad a poca distancia del sitio donde vivió Santa Clara. Hay un lago con una isla cerca de esta ciudad. El cuerpo de Longinos debe haber sido transportado a ella. Los alguaciles, que mientras tanto habían recibido orden de Pilatos de no tocar el cuerpo de Jesús, no volvieron.

XXXVIII. El descendimiento

54. El cielo estaba todavía oscuro y nebuloso cuando José y Nicodemus se fueron al Calvario: allí se encontraron con sus criados y las santas mujeres que lloraban sentadas en frente de la cruz. Casio y muchos soldados, que se habían convertido, estaban a cierta distancia, tímidos y respetuosos. José y Nicodemus contaron a la Virgen y a Juan todo lo que habían hecho para librar a Jesús de una muerte ignominiosa, y cómo habían obtenido que no rompiesen los huesos al Señor. Entre tanto llegó el centurión Abenadar, y luego comenzaron la piadosa obra del descendimiento de la cruz, para embalsamar el sagrado cuerpo del Señor. Casio se acercó también, y contó a Abenadar la milagrosa curación de la vista. Todos se sentían muy conmovidos, llenos de tristeza y de amor. Nicodemus y José pusieron las escaleras detrás de la cruz, subieron y arrancaron los clavos. En seguida descendieron despacio el santo Cuerpo, bajando escalón por escalón con las mayores precauciones. Fue un espectáculo muy tierno; tenían el mismo cuidado, las mismas precauciones como si hubiesen temido causar algún dolor a Jesús. Todos los circunstantes tenían los ojos fijos en el cuerpo del Señor y seguían sus movimientos, levantaban las manos al cielo, derramaban lágrimas y daban señales del más profundo dolor. Todos estaban penetrados de un respeto profundo, hablando sólo en voz baja para ayudarse unos a otros. Mientras los martillazos se oían, María, Magdalena y todos los que estaban presentes a la crucifixión, tenían el corazón partido.
El ruido de esos golpes les recordaba los padecimientos de Jesús; temían oír otra vez el grito penetrante de sus sufrimientos. Habiendo descendido el santo Cuerpo, lo envolvieron y lo pusieron en los brazos de su Madre, que se los tendía poseída de dolor y de amor. Así la Virgen Santísima sostenía por última vez en sus brazos el cuerpo de su querido Hijo, a quien no había podido dar ninguna prueba de su amor en todo su martirio; contempló sus heridas, cubrió de ósculos su cara ensangrentada, mientras Magdalena reposaba la suya sobre sus pies. Después de un rato, Juan, acercándose a la Virgen, le suplicó que se separase de su Hijo para que le pudieran embalsamar, porque se acercaba el sábado. María se despidió de Él en los términos más tiernos. Entonces los hombres lo tomaron de los brazos de su madre y lo llevaron a un sitio más bajo que la cumbre del Gólgota, que ofrecía gran comodidad para hacer el embalsamamiento. Lo hicieron en seguida y envolvieron después el santo Cuerpo en un gran lienzo blanco. Cuando todos se arrodillaron para despedirse de Él, se operó delante de sus ojos un gran milagro: el sagrado cuerpo de Jesús, con sus heridas, apareció representado sobre el lienzo que lo cubría, como si hubiese querido recompensar su celo y su amor, y dejarles un retrato a través de los velos que lo cubrían. Era un retrato sobrenatural, un testimonio de la divinidad creadora, que residía siempre en el cuerpo de Jesús.

XXXIX. Jesús metido en el sepulcro

55. Los hombres pusieron el sagrado Cuerpo sobre unas parihuelas de cuero, tapadas con un cobertor oscuro. Nicodemus y José llevaban sobre sus hombros los palos de delante, y Abenadar y Juan los de atrás. En seguida venían la Virgen, Magdalena y María Cleofás, después las mujeres que habían estado sentadas a cierta distancia, Verónica, Juana Chusa, María, madre de Marcos, Salomé, mujer de Zebedeo; María Salomé, Salomé de Jerusalén, Susana y Ana, sobrina de San José; Casio y los soldados cerraban la marcha. Se detuvieron a la entrada del jardín de José, que abrieron arrancando algunos palos, que sirvieron después de palancas para llevar a la gruta la piedra que debía tapar el sepulcro. Cuando llegaron a la peña, levantaron el santo Cuerpo sobre una tabla larga, cubierta de una sábana. Las santas mujeres se sentaron en frente de la entrada. Los cuatro hombres introdujeron el cuerpo del Señor, llenaron de aromas una parte del sepulcro, extendieron una sábana sobre la cual pusieron el Cuerpo y salieron. Entonces entró la Virgen, se sentó al lado de la cabeza, y se bajó, llorando, sobre el cuerpo de su Hijo. Cuando salió de la gruta, Magdalena entró y besó, llorando, los pies sagrados de Jesús; pero habiéndole dicho los hombres que debían cerrar el sepulcro, se volvió con las otras mujeres. Pusieron la tapa de color oscuro, y cerraron la puerta. Todos volvieron a la ciudad; José y Nicodemus encontraron en Jerusalén a Pedro, a Santiago el Mayor y a Santiago el Menor. Vi después a la Virgen Santísima y a sus compañeras entrar en el Cenáculo; Abenadar fue también introducido, y poco a poco la mayor parte de los Apóstoles y de los discípulos se reunieron en él. Tomaron algún alimento, y pasaron todavía unos momentos reunidos llorando y contando lo que habían visto. Los hombres cambiaron de vestido, y los vi después, debajo de una lámpara, orar.

LX. Los judíos ponen guardia en el sepulcro

56. En la noche del viernes al sábado vi a Caifás y a los principales judíos consultarse respecto de las medidas que debían adoptarse, vistos los prodigios que habían sucedido y la disposición del pueblo. Al salir de esta deliberación, fueron por la noche a casa de Pilatos, y le dijeron que como ese seductor había asegurado que resucitaría el tercer día, era menester guardar el sepulcro tres días; porque si no, sus discípulos podían llevarse su Cuerpo y esparcir la voz de su Resurrección. Pilatos, no queriendo mezclarse en ese negocio, les dijo: "Tenéis una guardia: mandad que guarde el sepulcro como queráis". Sin embargo, les dio a Casio, que debía observarlo todo, para hacer una relación exacta de lo que viera.

Vi salir de la ciudad a unos doce, antes de levantarse el sol; los soldados que los acompañaban no estaban vestidos a la romana, eran soldados del templo. Llevaban faroles puestos en palos para alumbrarse en la oscura gruta donde se encontraba el sepulcro. Así que llegaron, se aseguraron de la presencia del cuerpo de Jesús; después ataron una cuerda atravesada delante de la puerta del sepulcro, y otra segunda sobre la piedra gruesa que estaba delante, y lo sellaron todo con un sello semicircular. Los fariseos volvieron a Jerusalén, y los guardas se pusieron enfrente de la puerta exterior. Casio no se movió de su puesto. Había recibido grandes gracias interiores y la inteligencia de muchos misterios. No acostumbrado a ese estado sobrenatural, estuvo todo el tiempo como fuera de sí, sin ver los objetos exteriores. Se transformó en un nuevo hombre, y pasó todo el día haciendo penitencia y oración. Después de la Resurrección del Señor, dejó la milicia y se juntó con los discípulos. Fue uno de los primeros que recibieron el bautismo, después de Pentecostés, junto con otros soldados convertidos al pie de la Cruz.

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