Papyrus Nash siglo I o II – Fig 1 |
He aquí dos “records” literarios: Por una parte el libro más antiguo del mundo, por otra al mismo tiempo el libro, cuya redacción se extiende sobre un espacio de 1.600 años. Dos fenómenos que ya de por sí constituyen un milagro, prescindiendo aún del carácter sagrado e inspirado del libro de los libros. Es pues, muy obvia la pregunta: “¿Cuál fue el camino que hubo de recorrer el famoso libro hasta llegar a nuestras manos?” ¿Y quiénes son los intermediarios? No podemos tratar detenidamente el vastísimo tema en una breve colaboración, por lo cual nos limitamos a trazar solamente sus rasgos generales y esclarecerlos mediante algunas ilustraciones de nuestra colección.
No cabe duda de que los israelitas, los primeros depositarios de la Biblia, la cuidaban como una joya preciosísima, conservándola en el mismo Tabernáculo, al lado del Arca de la Alianza. Tan grande era la veneración de que gozaba el libro sagrado que no sólo estaba absolutamente prohibida la mínima alteración de su texto, sino que eran contadas minuciosamente todas sus palabras y hasta las letras. Jamás libro alguno disfrutó de honor tan extraordinario, y se transmitió con tan exquisito esmero como el Antiguo Testamento en el seno del pueblo judío. No obstante, las más antiguas copias, escritas en papiro u otros materiales, se perdieron por causa de la intemperie de los tiempos. Únicamente el suelo seco y arenoso de Egipto nos ha conservado algunos restos de la Biblia hebrea, entre los cuales se destaca el fragmento del Papiro Nash del siglo primero o segundo, que es, a la vez, la más antigua copia de los diez mandamientos (fig 1). El original se encuentra en la Biblioteca de Cambridge.
De los hebreos llegaron los libros del Antiguo Testamento a los griegos, y esto a través de los judíos establecidos en Egipto, los cuales no comprendiendo ya el texto original le tradujeron al griego, hacia 200 años antes de Cristo. Esta versión se llama de los Setenta (en latín: Septuaginta), porque, según una leyenda, los traductores eran exactamente setenta.
La Biblia griega es la que usaban los Apóstoles cuando recorrían los países de Oriente y Occidente, vinculados en aquella época no solamente por el águila romana sino también por el lazo de la cultura y lengua helénicas. Se añadieron a ella en el primer siglo de nuestra era los escritos del Nuevo Testamento, todos en griego, con excepción del Evangelio de San Mateo, cuyo original fue escrito en arameo, pero poco después traducido al griego.
Los más antiguos testigos del texto griego son dos copias del siglo cuarto: el Codex Vaticanus en la Biblioteca Vaticana de Roma, y el Codex Sinaiticus en el British Museum de Londres. Este último tiene una interesante historia. Descubierto en 1859 por el incansable investigador C. Tischendorf, en el convento de la Santa Catalina en el Monte Sinaí, el inestimable pergamino fue trasladado a San Petersburgo, para formar parte de la Biblioteca Imperial de Rusia, hasta que en 1933 los ingleses lograron comprarlo por la cantidad de cien mil libras esterlinas, es decir un millón setecientos pesos. El primer facsímil, que el mismo Tischendorf publicó en 1862, costó la suma de trescientos mil marcos.[1]
El padre de la versión latina, la cual iba a reemplazar a la Biblia griega en los países de Occidente, es San Jerónimo, quien comenzó la gran obra en Roma, por orden del Papa Dámaso, y la terminó en Tierra Santa, al lado del pesebre de Belén, a fines del siglo tercero. Esta versión lleva el nombre de “Vulgata”, lo que significa: la ordinaria y recibida en todas las Iglesias; su texto es, según el Concilio de Trento, “auténtico”, de modo que no es preciso consultar otras versiones más que ella si se trata de cosas pertenecientes a la fe o a las costumbres.[2]
Uno de los más antiguos y renombrados manuscritos de la Vulgata se halla en la Biblioteca de Munich: el “Codex Aureus” del 870, encuadernado en tapa de oro y adornado con numerosas pinturas a mano e iniciales finísimas. Fueron los monjes benedictinos quienes durante la edad inedia se dedicaron a la sublime tarea de copiar los textos sagrados. Dice ya Casiodoro que el copiar los “escritos divinos” es de todas las obras la mejor; y el Ritual de la Iglesia medioeval tenía una bendición especial para el “Scriptorium”, el lugar donde los monjes incesante y abnegadamente daban sus mejores fuerzas de cuerpo y alma a los manuscritos que hoy todavía estamos admirando por la perfección y delicadeza de sus letras y pinturas. Eran escritores tan sin vanidad, que en general no dejaban ni siquiera su nombre, sino que simplemente, acabada la obra, escribían en la última página las humildes palabras: «Rogad por el amanuense, a fin de que Dios le perdone sus pecados».
Biblia Tomás de Kempis – s. XV fig 2 |
No es pues de extrañar que el primer libro de importancia con el cual la invención de la imprenta se dio a conocer al mundo, fuese la impresión de la Biblia latina. Con esto recibió el invento de Gutenberg un carácter sagrado y una dignidad celestial, que desgraciadamente perdió por los abusos de los cuales fue instrumento tiempo más tarde. El arte de Gutenberg dio, sin duda alguna, nuevos impulsos a la difusión de la Sagrada Escritura, ya que su publicación no tropezaba más con los obstáculos técnicos que antes la impedían. En todos los،países surgieron ediciones de la Biblia, primicias y obras maestras a la vez de una nueva época de la humanidad.
Un fruto no común de los estudios bíblicos de entonces nos ofrecen las Biblias Políglotas (Biblias en varias lenguas), de las cuales alcanzó la mayor fama la Políglota de Alcalá, impresa por orden del Cardenal Jiménez de Cisneros en los años 1514-17. Desde Jiménez hasta nosotros no hay largo camino. El único paso que quedó por darse, era la traducción del texto latino al idioma vulgar; paso que los pueblos latinos dieron más tarde que los otros, por la obvia razón del parentesco de sus idiomas con el latín. Además, las primeras versiones castellanas se han perdido, o estaban imbuidas en el espíritu del protestantismo, cuya lectura constituía un peligro para el pueblo. A este período pertenecen la versión de Valencia (1498), las de Juan de Valdés, Juan Pérez de Pineda, Francisco de Encina, Casiodoro de Reina, Cipriano de Valera, Fray Luis de León.
Los daños producidos por las traducciones protestantes motivaron la intervención de la Inquisición española, la cual restringió la lectura de la Sagrada Escritura en idioma vulgar de una manera que no era necesario imprimir nuevas ediciones en castellano. Fue por lo tanto, exclusivamente la Biblia latina la que se difundió en los países de la Corona de España.
Una vez eliminadas las restricciones de la Inquisición salieron pronto dos nuevas versiones castellanas; una de las cuales es la de Felipe Scio de San Miguel, obispo de Segovia, mientras la otra se debe a Félix Torres Amat, obispo de Astorga, o mejor dicho, al Padre José Petisco S. J., cuya versión fué utilizada por Torres Amat. Ambas, especialmente la segunda, conquistaron en siempre nuevas ediciones al mundo de habla española, llegando muchas de ellas, en primer lugar el Nuevo Testamento, a nuestras riberas.[3] Se levantaron como antagonistas las sociedades bíblicas protestantes de Londres y Nueva York, las cuales vendían año tras año cientos de miles de biblias o partes de la misma a los católicos latinoamericanos. Fue precisamente dicha competencia que abrió los ojos a muchos católicos, impulsándolos a una más extensa difusión de los santos Evangelios. Cabe mencionar entre los más destacados propugnadores de este movimiento al fallecido Cardenal Gomá y Tomás, primado de España, quien editó él mismo los Evangelios e inculcó sin cesar su lectura (…)
Se trata hoy de renovar un mundo. Han fracasado definitivamente todos los sistemas que creían poder prescindir de la Palabra de Dios, la cual, según dice el inolvidable Papa Pío X, es indispensable para restaurar las cosas: “Queriendo renovarlo todo en Jesucristo, nada deseamos más que se acostumbren nuestros hijos a tener la Sagrada Escritura para la lectura cotidiana. De ella se puede mejor conocer el modo de renovar todas las cosas en Jesucristo”. ¡Quiera Dios que se cumplan en nuestros países – y en el mundo entero, decimos nosotros- cada vez más los deseos del santo Pontífice (que no son más que los deseos permanentes del Magisterio de la Iglesia)!
[1] Todos valores monetarios que tenían vigencia en la época en que Straubinger redactaba este artículo (hacia el año 1940).
[2] Añadimos una nota que puede servir de clarificación: La encíclica Divino Afflante Spiritu, publicada en 1943 por el Papa Pío XII (tres años después del presente artículo), aclara en el número 14, que la autenticidad de la versión Vulgata no es de carácter crítico, sino más bien jurídico, teniendo en cuenta el legítimo uso en la Iglesia a través de los siglos, que demuestra la ausencia de todo error en materia de Fe y costumbres, y la posibilidad de ser usada con seguridad para las disputaciones, lecciones y sermones (el texto completo de la encíclica en: http://www.vatican.va/holy_father/pius_xii/encyclicals/documents/hf_p-xii_enc_30091943_divino-afflante-spiritu_sp.html)
[3] Se refiere Straubinger a la difusión de biblias en español en los últimos años del siglo XIX y principios del XX, y su llegada a América Latina.
(Artículo de Mons. J. Straubinger, publicado en la por él fundada Revista Bíblica, la cual desde La Plata – Argentina, llegó a difundirse en toda América Latina. Fue director de la misma desde 1939 hasta 1951. Muchos de sus artículos, aun siendo escritos hace alrededor de 70 años, siguen siendo atrayentes, instructivos y hasta actuales. Publicamos uno de los primeros artículos escritos por él mismo. Omitimos solamente aquellas referencias o comentarios que han perdido vigencia dado el contexto histórico en el cual fueron redactados).
(fuente: biblia.verboencarnado.net)
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