Lectura del santo Evangelio según San Marcos
(Mc 1, 7-11)
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, Juan predicaba diciendo: "Ya viene detrás de mi uno que es más poderoso que yo, uno ante quien no merezco ni siquiera inclinarme para desatarle la correa de sus sandalias. Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero El los bautizará con el Espíritu Santo". Por esos días, vino Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Al salir Jesús del agua, vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en figura de paloma, descendía sobre El. Se oyó entonces una voz del cielo que decía: "Tú eres mi Hijo amado; Yo tengo en ti mis complacencias".
Palabra del Señor.
Gloria a ti Señor Jesús.
“Tú eres mi hijo amado; yo tengo en ti mis complacencias”: la voz del cielo revela, así, la verdadera identidad de Jesús quien, con motivo de su bautismo en el Jordán, por obra de Juan el Bautista, da comienzo a su vida pública. Deja, Jesús, Nazaret y llega donde Juan, para ser bautizado: “Por esos días –nos comunica el evangelista Mateo- vino Jesús de Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán”. El bautismo, al que Juan invita, se distingue indudablemente de todos los demás ritos de abluciones religiosas. En efecto, está vinculado a una nueva forma de pensar y actuar; “está vinculado –escribe Benedicto XVI en su ‘Jesús de Nazaret’- sobre todo al anuncio del juicio de Dios y al anuncio de alguien más grande que ha de venir después de Juan”. El Bautista no conocía, posiblemente, a este más ‘grande’, pero sabía de haber sido enviado para preparar el camino a ese misterioso ‘Otro’, y que toda su misión estaba orientada a Él. Tan grande era ese otro que él “no se sentía ni siquiera digno de desatarle la correa de sus sandalias”, o sea, de prestarle la acción más humilde que se pudiera hacer. Para Jesús, por cierto, la recepción del bautismo significó su primera manifestación al iniciar la vida pública.
La consagración mesiánica de Jesús.
Con el bautismo de Jesús y la manifestación espectacular del Padre, al comienzo del ministerio público del Hijo, termina el tiempo de Navidad y de inacción, de treinta años, de Jesús. En el suelo áspero del desierto, distanciado, no casualmente, de los centros del poder religioso y político de la nación judía, comienza la predicación de Jesús, o sea, su ‘misión’. Sin tanto protocolo, un desconocido de carne y hueso, cuyo nombre es Jesús, hace humildemente cola, esperando de ser bautizado, por Juan, por la remisión de pecados, que nunca se han dado en Él y que, sólo por Él, les serán perdonados a quienes lo desean. El bautismo comportaba la confesión de las culpas, pero Jesús estaba exento de todas. La verdad es que estamos ante la investidura y consagración mesiánica de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios y Mesías esperado, por parte del Espíritu Santo. El cielo se abre y, finalmente, Dios aparece como ‘padre’ y presenta al Mesías: “Al salir Jesús del agua –leemos en el Evangelio de Marcos- vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en figura de paloma, descendía sobre Él”. En efecto, descendiendo en el agua del Jordán, Jesús lleva consigo el ‘pecado del mundo’, o sea, el ambiente humano en el cual la realidad del pecado prospera y establece vínculos de solidaridad, en el mal, entre todos. A partir de la cruz y resurrección se hará claro, para los cristianos, lo que estaba ocurriendo: Jesús había cargado con la culpa de toda la humanidad entrando, con ella, en el Jordán. Esa agua del río, que fluye es, además y sobre todo, símbolo de vida, por que es propio del agua fecundar.
Sabernos amados por Dios
Jesús, el amado del Padre, somos todos nosotros desde cuando recibimos el sacramento del Bautismo. También nosotros, hemos sido transformados en ‘hijos amados’ en quienes el Padre Dios ha puesto sus complacencias. Por obra del agua y del Espíritu, Dios sigue haciendo ‘maravillas’ entre nosotros. Hemos adquirido nueva identidad, fuerza y poder del Espíritu, purificación de nuestros pecados, inserción en el torrente de vida nueva y salvación, adquirida por Cristo nuestro Señor. Lo más sobresaliente, entre lo asombroso de cada misterio que se renueva en nosotros, parece consistir en la misma conciencia que tenía Jesús de ser el hijo amado por Dios. Esa es la certeza que nos da el bautismo: sabernos amados eternamente por el Creador. Toda la vida de Jesús, por cierto, camina y se desenvuelve bajo esta inquebrantable convicción: ser amado y aceptado por el Padre.
Dimensión ‘trinitaria’ de nuestro bautismo
Tomando el comentario de Benedicto XVI, queremos señalar, aquí, los tres aspectos más significativos del bautismo de Jesús y, desde luego, del nuestro: en primer lugar, la imagen del cielo que se abre, significa que, sobre Jesús, el cielo está abierto, “Al salir del agua, vio que los cielos se rasgaban”, o sea, su comunión con la voluntad del Padre abre el cielo porque es el cielo el lugar del cumplimiento de la voluntad de Dios; a ello se añade la proclamación por parte de Dios, el Padre, de la misión de Cristo en el orden del ‘ser’, precisamente, el Hijo predilecto de Dios.
Finalmente, señalamos que aquí encontramos, junto con el Hijo, también al Padre y al Espíritu Santo: se preanuncia, claramente, el misterio del Dios trino. También la misión de los discípulos, posteriormente, será anunciada en el nombre de la Trinidad. El ingreso en la realidad del bautismo de Jesús, de cada uno de nosotros, será, en efecto, la manera de llegar a ser cristianos. En el bautismo de Jesús, finalmente, sucede algo grande e incomprensible: la barrera que separa, tradicionalmente, a Dios del hombre –Dios omnipotente en su cielo y el hombre impotente en la tierra- cae para permitir un encuentro ‘inefable’. En nuestros corazones, gracias al bautismo, irrumpe la plenitud de pertenencia al Padre y de su amor: “Este es mi hijo muy amado”. Yo soy, ahora, este hijo amado por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, ‘per omnia saecula saeculorum’ (por los siglos de los siglos). Amén.
escrito por Padre Marsich m.x.
(fuente: analistascatolicos.org)
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