Respuesta: Iniciemos con el punto que hace san Ignacio y luego reflexionaremos sobre las experiencias de Jesús y María.
Básicamente, los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola son una guía para los directores de retiros que esboza una serie de temas de meditación, métodos de oración y principios para ayudar en el proceso de "discernimiento de los espíritus". El primer conjunto de principios de discernimiento trata sobre la interpretación de la experiencia del consuelo espiritual y de la desolación espiritual. San Ignacio entra en grandes detalles para definir esos términos y describir lo que quiere decir con ellos. Hace esto para ayudar a quienes asisten a un retiro, y a sus directores, a identificar y procesar lo que sucede dentro del alma cuando una persona busca seguir más de cerca de Dios. En las primeras dos reglas para el discernimiento de los espíritus, él hace dos observaciones cruciales.
Dos datos importantes
Primero, señala que dos «espíritus» están interesados en influenciar nuestras almas: El espíritu bueno (Dios y los mensajeros de Dios, como son los ángeles) y el espíritu malo (el diablo y sus secuaces). Dios desea dirigir, guiar y acercar más a cada uno de nosotros hacia Él mismo; el demonio quiere obstruir nuestro progreso hacia Dios y, si es posible, alejarnos totalmente de Él. Pero ambos «espíritus» tienen que trabajar dentro de los límites de la naturaleza humana, influenciándonos desde dentro de nuestra alma donde experimentamos sentimientos, atracciones, repugnancias, pensamientos, recuerdos, deseos... Al reflexionar sobre esas experiencias interiores, y al interpretarlas, ejercitamos nuestra libertad y tomamos decisiones, éstas nos llevan o bien a acercarnos a Dios o a distanciarnos de Él. Por eso, san Ignacio consideró tan importante poder identificar la fuente de esas experiencias interiores; necesitamos saber si están siendo causadas por el enemigo de nuestra alma en un esfuerzo por impedir nuestro progreso espiritual, o si son alientos y susurros de Dios.
Segundo, san Ignacio distingue dos estados básicos en los cuales cada persona puede encontrarse. Por un lado, una persona puede estar en el camino del pecado, y vivir la vida buscando solamente la felicidad en diferentes ídolos en lugar de buscarla en una relación de obediencia y amor a Dios. Por el otro, una persona puede estar en el camino a la santidad, buscando crecer en su amistad con Dios y purificando su alma de aquellos afectos desordenados que perjudican esa amistad.
Influencias contrarias
Dios y el demonio influenciarán a una persona de maneras opuestas, dependiendo del camino en que se encuentre. Si alguien está en el camino del pecado, el demonio tratará de hacer que esa persona se sienta contenta, satisfecha y pagada de sí misma, a fin de mantenerla moviéndose de pecado en pecado –lejos de Dios. Dios, por su parte, despertará sentimientos de insatisfacción e inquietud en esa alma, a través del remordimiento de conciencia, de anhelos internos de «algo más» y a través de la luz de la razón que clama se busque el sentido de la vida y la verdad.
Si alguien está en el camino de la santidad, sucederá lo contrario. El demonio despertará desagrado, confusión, razonamientos falsos, inquietud –cualquier cosa para impedir el progreso del alma o la engañará para que deje «la entrada estrecha y el camino angosto que lleva a la Vida» (Mateo 7,14). En esta situación, Dios confirmará y confortará al alma, le dará serenidad, fortaleza –animará a la persona a seguir adelante en su búsqueda de una intimidad más profunda con Él.
Entonces, el pan de cada día del crecimiento espiritual consiste en rechazar las influencias del espíritu maligno y cooperar con la orientación del espíritu bueno.
«Un duro combate»
Por tanto, podrás ver que cada alma es realmente un campo de batalla donde los impulsos naturales, las reacciones y los deseos están siempre presentes, pero donde las influencias supernaturales –tanto las buenas como las malas – también están trabajando constantemente. Es por esto que la Iglesia enseña de manera tan clara y consistente que la vida en la tierra es una continua batalla: «A través de toda la historia del hombre se extiende una dura batalla contra los poderes de las tinieblas que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día según dice el Señor. Inserto en esta lucha, el hombre debe combatir continuamente para adherirse al bien, y no sin grandes trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en sí mismo» (Catecismo Católico n. 409). Ésta es también la razón de porqué, cuando nuestro Señor prometió darnos el don de la paz, también explicó «Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo» (Juan 14,27).
La tierra no es el cielo
En otras palabras, mientras estemos de peregrinos en el mundo, no experimentaremos la satisfacción completa y la plenitud que Dios está preparando para nosotros en el cielo. A medida que crece nuestra relación con Dios, nuestra experiencia de felicidad interior se irá profundizando y madurando, pero siempre estará acompañada de los pesares que necesariamente fluyen de la vida en un mundo caído. «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados» (Mateo 5:5). Asimismo, siempre estará acompañada por el combate espiritual (ver Efesios 6,10-20 y 1 Pedro 5,8) que nos rodea y perturba nuestra alma, el cual Dios permite pero también limita; «Fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará el modo de poderla resistir con éxito» (1 Corintos 10,13).
Ahora, espero que puedas comprender mejor por qué Jesús y María, experimentaron pesares, angustias y ansiedades durante su vida en la tierra. Ambos fueron plenamente humanos y aunque estuvieron exentos de la concupiscencia que el resto de nosotros heredó del pecado original (concupiscencia es esa división interior por la cual nos encontramos fuertemente atraídos al egoísmo y al mal), los dos vivieron su misión en un mundo caído y participaron completamente en «el duro combate con los poderes del mal».
La ansiedad de Jesús y María
El huerto de Getsemaní no fue el único episodio en la vida de Cristo donde Él sufrió: lloró por la muerte de Lázaro, experimentó frustración por la lentitud de sus seguidores para comprender su mensaje, enfrentó intensas tentaciones en el desierto, sufrió santo enojo ante la terca hipocresía de los fariseos y la mundanidad de los líderes del templo... En Getsemaní, y durante su Pasión, sus sufrimientos alcanzaron su máxima intensidad, porque fue entonces que tomó sobre sí mismo la culpa de nuestros pecados, de todo pecado: «A quien no conoció pecado, le hizo pecado (Dios) para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2 Corintios 5,21). Esto, para una naturaleza humana tan pura en amor y santidad, fue el mayor de los tormentos. Al mismo tiempo, el demonio hizo todo lo posible para disuadir a nuestro Señor de seguir adelante con la voluntad del Padre. Obviamente, Jesús estaba en el camino de santidad, por tanto el demonio suscitó una turbación interior para desviarlo del camino, pero Jesús respondió con oración y obediencia, y el espíritu bueno lo consoló y lo fortaleció: «Entonces, se le apareció un ángel venido del cielo que le confortaba» (Lucas 22,43). Éste es un ejemplo para todos nosotros que debemos imitar.
María sufrió cuando Jesús se le perdió durante tres días porque se había quedado en el templo, pero ciertamente ella sufrió a lo largo de toda su vida, especialmente durante la pasión y muerte de su divino Hijo, cuando la profecía de Simeón de que una espada atravesaría su corazón se cumplió. (ver Lucas 2,35) Esta turbación interior también fluyó de un mundo caído, donde el pecado y el mal chocan contra nuestra naturaleza como tormentas, oleajes e inundaciones (ver Mateo 7,24-27). Pero ella no permitió que este sufrimiento, esta turbulencia, esta ansiedad, minara su fe y su confianza en Dios, ni siquiera en el Calvario, «Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre...» (Juan 19,25). Ella estuvo firme y fiel porque su amor era verdadero y total. Al igual que todos nosotros, ella también creció en su relación con Dios a través de los sufrimientos que la vida, en un mundo caído, le impuso, ejercitando su confianza, su valor, su amor, su resistencia en medio de ellos: «... Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hechos 14,22). En resumen, continuamente seguiremos experimentando tanto el consuelo como la desolación en el campo de batalla de nuestras almas. Lo que importa es cómo reaccionamos en cada ocasión. La verdadera luz del progreso espiritual –la voluntad de Dios- brilla fuerte y luminosa aun en las tormentas y siempre debemos alzar nuestros ojos a ella, guiando cada decisión de acuerdo a su luz salvadora: «Jesús les dijo, "Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra"» (Juan 4,34).
escrito por P. John Bartunek, L.C.
(fuente: www.la-oracion.com)
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