Todos los cristianos somos hoy conscientes de lo que significan esas palabras tiernas y emocionadas de Jesús en la Ultima Cena, cuando le pedía al Padre: ¡Que sean uno!...
Jesús conocía de sobra nuestra tendencia a la división. A capitanear cada cual su grupo haciendo imposible la cooperación, aunque sea para la causa más justa y más santa.
Esto es muy propio nuestro desde que Satanás en el paraíso metió tan profundamente en nuestro ser el orgullo de que él está lleno, porque Satanás no es más que orgullo y desamor. Jesús preveía el mal que se echaría sobre su Iglesia, y pide a gritos: ¡Unión! ¡Unión! ¡Unión!... Unión en la única Iglesia mía. Los hermanos que vivimos separados, entendemos hoy muy bien este anhelo de Jesucristo, y por eso buscamos la unión entre todos los cristianos.
El director de una revista anotaba hace ya mucho tiempo cómo la sociedad se iba dividiendo hasta pulverizarse. Pero fue optimista, y mirando a las diversas Iglesias cristianas expresó así su pensamiento:
- Nos hallamos dolorosa e injustamente pulverizados. Pero esto es providencial. El polvo se puede amalgamar, y convertirse en una masa compacta, dura, resistente.
Muy bien dicho. La Iglesia, en la mente de Jesucristo, es la llamada a unir a la Humanidad en el amor, pero para ello debe empezar por estar unida ella misma, tal como la instituyó su fundador Jesucristo.
El Papa Pablo Sexto, que vivió intensamente el misterio de la Iglesia, decía en una de sus primeras catequesis:
La Iglesia es UNA, por la unidad de la fe, por la unidad del culto, por la unidad de la autoridad suprema. Tiene una unidad estructural y orgánica: es un cuerpo, un edificio, un reino. Es comunitaria y es jerárquica. Es orgánica y concorde.
Lo confesamos con ese canto hermoso, de inspiración paulina:
- Un solo Señor, una sola fe, un solo Bautismo, un solo Dios y Padre...
Y esto, como lo ha querido Jesucristo, dirigidos y aglutinados en una autoridad visible, el Papa, que hace las veces de Jesucristo, por voluntad expresa del Señor.
Es conocida la visita de aquellas mujeres japonesas al primer misionero que llegó al Imperio del Sol naciente después de tres siglos cerrado al Occidente. Ya la narramos una vez en nuestros mensajes. Pues otra muy parecida realizaron unos hombres a otro Padre, en una región donde parecía que se había extinguido la religión católica. Llegan juntos, y uno saca de entre los pliegues de su vestido un Crucifijo que fue destrozado durante la persecución:
- Oye, extranjero, ¿conoces tú a éste?
- Sí; es nuestro Salvador, que murió en la cruz por los pecados de los hombres.
Los visitantes hacen con la cabeza una señal afirmativa. Sacan entonces una imagen ya muy vieja de la Virgen María:
- ¿Y sabes tú quién es ésta?
El misionero la toma, y la besa con amor:
- Sí, claro; es la Madre bendita de nuestro Salvador.
Los visitantes empiezan a sonreír felices. Pero el que capitaneaba el grupo hace la pregunta más comprometedora:
- Quisiera saber si tú conoces a un Obispo que vive en una ciudad lejana, grande, y que dice que le tienen que obedecer todos, porque Cristo lo constituyó Vicario suyo. ¿Es cierto eso?
El misionero se asombra, mientras piensa que le tienden una trampa inspirada por los mercaderes protestantes. Así y todo, les contesta:
- Sí, lo conozco también. Es el Papa, el Padre Santo, el sucesor de Pedro, y que está en Roma, y es él quien nos ha enviado a mí y a los otros misioneros católicos a vosotros para que os anunciemos la buena nueva de la Salvación y os comuniquemos la gracia de Cristo por los Sacramentos.
Era todo lo que querían saber aquellos sagaces japoneses. Llenos de alegría se tiran al cuello del misionero, gritando:
- ¡Tenemos una misma fe, tenemos un mismo corazón!
Este caso vale también por mil discursos.
Sin sacerdotes durante casi trescientos años después de las sangrientas persecuciones, pero allí estaba viva la Iglesia, UNA, con la misma fe y el mismo amor, unida con el pensamiento y el corazón a la Iglesia de Roma, que liga, une y estrecha a todas las Iglesias particulares extendidas por el mundo entero.
Mirando ahora a nuestra vida en particular, nos damos cuenta de lo que comporta el vivir, mantener y fomentar la unidad de la Iglesia. Si Jesucristo hubiera instituido varias Iglesias, y si a su Iglesia la hubiera dejado en el mundo como un movimiento inorgánico, bastaría ser cristiano sin más, cada uno como quisiera y donde quisiera. Pero, no. Jesucristo dotó a su única Iglesia de una estructura jerárquica que hemos de respetar, aceptar plenamente y mantenerla con una fidelidad a toda prueba. Romper esa unidad es desgarrar el cuerpo de Cristo.
Como sabemos esto muy bien, nosotros juramos fidelidad inquebrantable al Vicario de Jesucristo, estrechamos nuestros corazones en la unidad, y mostramos así al mundo que la Iglesia es UNA en Cristo, como es UNO el Dios que, en tres Personas distintas, permanece en unidad irrompible.
escrito
por Pedro García, Misionero Claretiano
(fuente: catholic.net)
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