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miércoles, 16 de septiembre de 2015

El Antiguo Testamento: Los Libros Poéticos o Sapienciales

Libros que lo componen:

► Job
► Salmos
► Proverbios
► Eclesiastés
► El Cantar de los Cantares
► Sabiduría
► Eclesiástico

A los libros históricos sigue, en el Canon del Antiguo Testamento, el grupo de los libros llamados didácticos (por su enseñanza) o poéticos (por su forma) o sapienciales (por su contenido espiritual), que abarca los siguientes libros: Job, Salmos, Proverbios, Eclesiastés, Cantar de los Cantares, Sabiduría, Eclesiástico. Todos éstos son principalmente denominados libros sapienciales, porque las enseñanzas e instrucciones que Dios nos ofrece en ellos, forman lo que en el Antiguo Testamento se llama Sabiduría, que es el fundamento de la piedad. Temer ofender a Dios nuestro Padre, y guardar sus mandamientos con amor filial, esto es el fruto de la verdadera sabiduría. Es decir, que si la moral es la ciencia de lo que debemos hacer, la sabiduría es el arte de hacerlo con agrado y con fruto. Porque ella fructifica como el rosal junto a las aguas (Ecli. 39, 17).

Bien se ve cuán lejos estamos de la falsa concepción moderna que confunde sabiduría con el saber muchas cosas, siendo más bien ella un sabor de lo divino, que se concede gratuitamente a todo el que lo quiere (Sab. 6, 12 ss.), como un don del Espíritu Santo, y que en vano pretendería el hombre adquirir por sí mismo. Cf. Job 28, 12 ss. La Liturgia cita todos estos libros, con excepción del de Job y el de los Salmos, bajo el nombre genérico de Libro de la Sabiduría, nombre con que el Targum judío designaba el Libro de los Proverbios (Séfer Hokmah).

Los libros sapienciales, en cuanto a su forma, pertenece al género poético. La poesía hebrea no tiene rima, ni ritmo cuantitativo, ni metro en el sentido de las lenguas clásicas y modernas. Lo único que la distingue de la prosa, es el acento (no siempre claro), y el ritmo de los pensamientos, llamado comúnmente paralelismo de los miembros. Este último consiste en que el mismo pensamiento se expresa dos veces, sea con vocablos sinónimos (paralelismo sinónimo), sea en forma de tesis y antítesis (paralelismo antitético), o aún ampliando por una u otra adición (paralelismo sintético). Pueden distinguirse, a veces, estrofas.

Al género poético pertenece también la mayor parte de los libros proféticos y algunos capítulos de los libros históricos, p. ej. la bendición de Jacob (Gén. 49), el cántico de Débora (Jueces 5), el cántico de Ana (I Rey. 2), etc.


Job

Con el libro de Job volvemos a los tiempos patriarcales. Job, un varón justo y temeroso de Dios, está acosado por tribulaciones de tal manera que, humanamente, ya no puede soportarlas. Sin embargo, no pierde la paciencia, sino que resiste a todas las tentaciones de desesperación, guardando la fe en la divina justicia y providencia, aunque no siempre la noticia del amor que Dios nos tiene, y de la bondad que viene de ese amor (I Juan 4, 16) y según la cual no puede sucedernos nada que no sea para nuestro bien. Tal es lo que distingue a este santo varón del Antiguo Testamento, de lo que ha de ser el cristiano.

Inicia el autor sagrado su tema con un prólogo (cap. 1-2), en el cual Satanás obtiene de Dios permiso para poner a prueba la piedad de Job. La parte principal (cap. 3-42, 6) trata, en forma de un triple diálogo entre Job y sus tres amigos, el problema de porqué debe sufrir el hombre y cómo es compatible el dolor de los justos con la justicia de Dios. Ni Job ni sus amigos saben la verdadera razón de los padecimientos, sosteniendo los amigos la idea de que los dolores son consecuencia del pecado, mientras que Job insiste en que no lo tiene.

En el momento crítico interviene Eliú, que hasta entonces había quedado callado, y lleva la cuestión más cerca de su solución definitiva, afirmando que Dios a veces envía las tribulaciones para purificar y acrisolar al hombre.

Al fin aparece Dios mismo, en medio de un huracán, y aclara el problema, condenando los falsos conceptos de los amigos y aprobando a Job, aunque reprendiéndolo también en parte por su empeño en someter a juicio los designios divinos con respecto a él. ¿Acaso no debemos saber que son paternales y por lo tanto misericordiosos? En el epílogo (cap. 42, 7-16) se describe la restitución de Job a su estado anterior.

La historicidad de la persona de Job está atestiguada repetidas veces por textos de la Sagrada Escritura (Ez. 14, 14 y 20; Tob. 2, 12; Sant. 5, 11), que confirman también su gran santidad. Según la versión griega, Job era descendiente de Abraham en quinta generación, y se identificaría con Jobab, segundo rey de Idumea. Pero esta versión se aparta considerablemente del original. De todos modos, es cosa admitida, que Job no pertenecía al pueblo que había de ser escogido, lo cual hace más notable su ejemplo.

El autor inspirado que compuso el poema, reuniendo en forma sumamente artística las tradiciones acerca de Job, vivió en una época, en la cual la literatura religiosa estaba en pleno florecimiento, es decir, antes del cautiverio babilónico. No es de negar que el estilo del libro tiene cierta semejanza con el del profeta Jeremías, por lo cual algunos consideran a éste como autor, aunque está claro que Jeremías es posterior y reproduciría pasajes de Job. Cf. Jer. 12, 1 y Job 21, 7; Jer. 17, 1 y Job 19, 23; Jer. 20, 14-18 y Job 3, 3-10; Jer. 20, 17 y Job 3, 11, etc. Otros lo han atribuido al mismo Job, a Eliú, a Moisés, a Salomón, a Daniel. Ya San Gregorio Magno señala la imposibilidad de establecer el nombre del autor.

Job, cubierto de llagas, insultado por sus amigos, padeciendo sin culpa, y presentando a Dios quejas tan desgarradoras como confiadas, es imagen de Jesucristo, y sólo así podemos descubrir el abismo de este Libro que es una maravillosa prueba de nuestra fe. Porque toda la fuerza de la razón nos lleva a pensar que hay injusticia en la tortura del inocente. Y es Dios mismo quien se declara responsable de esas torturas. Esta prueba nos hace penetrar en el gran misterio de "injusticia" que el amor infinito del Padre consumó a favor nuestro: hacer sufrir al Inocente, por salvar a los culpables. Y el castigado era SU HIJO único!

Las lecciones del Oficio de Difuntos están tomadas totalmente del Libro de Job y comprenden sucesivamente los siguientes pasajes: 7, 16-21; 10, 1-7, 8-12; 13, 22-28; 14, 1-6, 13-16; 17, 1-3, 11-15; 19, 20-27; 10, 18-22.


Salmos

Se ha dicho con verdad que los Salmos -para el que les presta la debida atención a fin de llegar a entenderlos- son como un resumen de toda la Biblia: historia y profecía, doctrina y oración. En ellos habla el Espíritu Santo ("qui locutus est per prophetas") por boca de hombres, principalmente de David, y nos enseña lo que hemos de pensar, sentir y querer con respecto a Dios, a los hombres y a la naturaleza, y también nos enseña la conducta que más nos conviene observar en cada circunstancia de la vida.

A veces el divino Espíritu nos habla aquí con palabras del Padre celestial; a veces con palabras del Hijo. En algunos Salmos, el mismo Padre habla con su Hijo, como nos lo revela San Pablo respecto del sublime Salmo 44 (Hebr. 1, 8; S. 44, 7 s.); en otros muchos, es Jesús quien se dirige al Padre. Sorprendemos así el arcano del Amor infinito que los une, o sea los secretos más íntimos de la Trinidad, y vemos anunciados, mil años antes de la Encarnación del Verbo, los misterios de Cristo doliente (SS. 21; 34; 39; 68, etc.) y los esplendores de su triunfo (SS. 2; 44; 67; 71; 109, etc.); la historia del pueblo escogido, con sus ingratitudes (SS. 104-106); sus pruebas (SS. 101; 117, etcétera); el grandioso destino deparado a él, y a la Iglesia de Cristo (SS. 64; 92-98), etc.

David es la abeja privilegiada que elabora -o mejor, por cuyo conducto el mismo Espíritu Santo elabora- la miel de la oración por excelencia, e "intercede por nosotros con gemidos inefables" (Rom. 8, 26). Todo lo que pasa por las manos del Real Profeta, dice un santo comentarista, se convierte en oración: afectos y sentimientos; penas y alegrías; aventuras, caídas, persecuciones y triunfos; recuerdos de su vida o la de su pueblo (con el cual el Profeta suele identificarse), y, principalmente, visiones sobre Cristo, "sus pasiones" y "posteriores glorias" (I Pedro 1, 10-12). Profecías de un alcance insospechado por el mismo David; detalles asombrosos de la Pasión, revelados diez siglos antes con la precisión de un Evangelistas; esplendores del triunfo del Mesías y su Reino, la plenitud de la Iglesia, del Israel de Dios: todo, todo sale de su boca y de su arpa, no ya sólo al modo de un canto de ruiseñor que brota espontáneamente como en el caso del poeta clásico(1), sino a manera de olas de un alma que se vuelva, que "derrama su oración", según él mismo lo dice (S. 141, 3), en la presencia paternal de su Dios.

Por eso la belleza de los Salmos es toda pura, como la gracia de los niños, que son tanto más encantadores cuanto menos sospechan que lo son. Este espíritu de David es el que da el tono a sus cantos, de modo que la belleza fluye en ellos de suyo, como una irradiación inseparable de su perfección interior, no pudiendo imaginarse nada más opuesto a toda preocupación retórica, no obstante la estupenda riqueza de las imágenes y la armonía de su lenguaje, a veces onomatopéyico en el hebreo.

La oración del salmista es toda sobrenatural. Dios la produce, como miel divina, en el alma de David, para que con ella nos alimentemos (Prov. 24, 13) y nos endulcemos (S. 118, 103) todos nosotros. Por eso la entrega el santo rey a los levitas, que él mismo ha establecido de nuevo para el servicio del Santuario (II Par. caps. 22-26). Y no ya sólo como un Benito de Nursia que funda sus monjes y los orienta especialmente hacia el culto litúrgico: porque no es una orden particular, es todo el clero lo que David organiza en la elegida nación hebrea, y él mismo elabora la oración con que había de alabar a Dios toda la Iglesia de entonces... y hoy día la Iglesia de Cristo (cf. el magnífico elogio de David en Ecli. 47, principalmente los vv. 9-12). ¿Y qué digo, elabora? ¿Acaso no es él mismo quien lo reza, y lo canta, y hasta lo baila en la fiesta del Arca, inundado de un gozo celestial, al punto de provocar la burla irónica de su esposa la reina? A la cual él contesta, en un gesto mil veces sublime: "¡Delante de Dios que me eligió... y me mandó ser el caudillo de su pueblo Israel, bailaré yo y me humillaré más de lo que he hecho, y seré despreciable a los ojos míos!..." (II Rey. 6, 21 s.).

¿Qué mucho, pues, que Dios, amando a David con una predilección que resulta excepcional aun dentro de la Escritura, pusiese en su corazón los más grandes efluvios de amor con que un alma puede y podrá jamás responder al amor divino? ¿Y cómo no había de ser ésta la oración insuperable, si es la que expresa los mismos afectos que un día habían de brotar de Corazón de Cristo?

Después de esta breve introducción general, pasemos a hacer algunas observaciones de orden técnico.

Divídense los 150 Salmos del Salterio en cinco partes o libros:
I Libro, Salmos 1-40;
II Libro, 41-71;
III Libro, 72-88;
IV Libro, 89-105;
V Libro, 106-150.

La mayoría de los Salmos llevan un epígrafe, que se refiere al autor, o a las circunstancias de su composición o a la manera de cantarlos. Estos epígrafes, aunque no hayan formado parte del texto primitivo, son antiquísimos; de otro modo no los pondría la versión griega de los Setenta. Según éstos, el principal auto5r del Salterio es David; siendo atribuidos al Real Profeta, en el texto latino, 85 Salmos, 84 en el griego y 73 en el hebreo. A más de David, se mencionan como autores de Salmos: Moisés, Salomón, Asaf, Hemán, Etán y los hijos de Coré. No se puede, pues, razonablemente desestimar la tradición cristiana que llama al libro de los Salmos Salterio de David, porque los demás autores son tan pocos y la tradición en favor de los Salmos davídicos es tan antigua, que con toda razón se puede poner su nombre al frente de toda la colección. En particular no puede negarse el origen davídico de aquellos Salmos que se citan en los libros sagrados expresamente con el nombre de David; así, por ejemplo, los Salmos 2, 15, 17, 109 y otros (Decreto de la Pontificia Comisión Bíblica del 1o. de mayo de 1910).

Huelga decir que el género literario de los Salmos es el poético. La poesía hebrea no cuenta con rima ni con metro en el sentido riguroso de la palabra, aunque sí con cierto ritmo silábico; mas lo que constituye su esencia, es el ritmo de los pensamientos, repitiéndose el mismo pensamiento dos y hasta tres veces. Llámase este sistema simétrico de frases paralelismo de los miembros.

En cuanto al texto latino de los Salmos de la Vulgata (y el Brevario), hay que observar que éste no corresponde a la versión de San Jerónimo, sino a la traducción prejeronimiana tomada de los Setenta, y divulgada principalmente en las Galias, por lo cual recibió la denominación de Psalterium Gallicanum. El doctor Máximo sólo pudo revisar dicha versión en algunas partes, porque estaba introducida ya en la Liturgia.

Recientemente, las investigaciones abnegadas de los exégetas modernos (Zorell, Knabenbauer, Miller, Peters, Wutz, Vaccari), lograron completar la obra de San Jerónimo, reconstruyendo un texto que corresponde en lo más posible al texto hebreo original.

El 24 de marzo de 1945 autorizó el Papa Pío XII para el rezo del Oficio Divino una nueva versión latina hecha por los Profesores del Instituto Bíblico de Roma a base de los textos originales.


Proverbios

El Libro de los Proverbios no es un código de obligaciones, sino un tratado de felicidad. Dios no habla para ser obedecido como déspota, sino para que le creamos cuando nos entrega, por boca del más sabio de los hombres, los más altos secretos de la Sabiduría (en hebreo jokmah). Se trata de una sabiduría eminentemente práctica, que desciende a veces a los detalles, enseñándonos aún, por ejemplo, a evitar las fianzas imprudente (cf. 6, 1 y nota; 17, 18 y los pasajes concordantes que allí señalamos); a desconfiar de las fortunas improvisadas (13, 11; 20, 21); del crédito (22, 7) y de los hombres que adulan o prometen grandes cosas (20, 19); a no frecuentar demasiado la casa del amigo, porque es propio de la naturaleza humana que él se harte de nosotros y nos cobre aversión (25, 17). Otras veces nos descubre las más escondidas miserias del corazón humano (verbigracia, 28, 13; 29, 19, etc.), y no vacila en usar expresiones cuya exactitud va acompañada de un exquisito humorismo; verbigracia, el comparar la belleza en una mujer insensata, con un anillo de oro en el hocico de un cerdo (11, 22).

Casi todos los pueblos antiguos han tenido su sabiduría, distinta de la ciencia, y síntesis de la experiencia que enseña a vivir con provecho para ser feliz. Aun hoy se escriben tratados sobre el secreto del triunfo en la vida, del éxito en los negocios, etc. Son sabidurías psicológicas, humanistas, y como tales harto falibles. La sabiduría de la Sagrada Escritura es toda divina, s decir, inspirada por Dios, lo cual implica su inmenso valor. Porque no es ya sólo dar fórmulas verdaderas en sí mismas, que pueden hacer del hombre el autor de su propia felicidad, a la manera estoica; sino que es como decir: si tú me crees y te atienes a mis palabras, Yo tu Dios, que soy también tu amantísimo Padre, me obligo a hacerte feliz, comprometiendo en ello toda mi omnipotencia. De ahí el carácter y el valor eminentemente religiosos de este Libro, aun cuando no habla de la vida futura sino de la presente, ni trata de sanciones o premios eternos sino temporales.

El Libro de los Proverbios debe su nombre al versículo 1, 1, donde se dice que su contenido constituyen las "parábolas" o "proverbios" de Salomón. Sin embargo, ni el hombre de parábola, ni el de proverbio, corresponde al hebreo "maschal" (plural meschalim). La Sagrada escritura llama maschal no sólo a las parábolas o semejanzas, sino más bien a todos los poemas didácticos, y en particular a las sentencias y máximas que encierran una enseñanza. Muchas veces el maschal se acerca, por su oscuridad, al enigma.

En el título se expresa el objeto del Libro (ver. 1, 1-6). Los primeros nueve capítulos se leen como una introducción que contiene avisos y enseñanzas generales, mientras los capítulos 10-22, 16 forman un cuerpo de cortas sentencias de Salomón, que versan sobre temas variadísimos, no teniendo conexión unas con otras. A ella se añade un apéndice que trae "las palabras de los sabios" (22, 17-24, 34). Un segundo cuerpo de sentencias salomónicas, compiladas por los varones de Ezequías, se presenta en los capítulos 25-29, a los cuales se agregan tres colecciones: los proverbios de Agur (30, 1-22), los de la madre de Lamuel (31, 1-9) y el elogio de la mujer fuerte (31, 10-31).

El autor del Libro, con excepción de los apéndices, es, según los títulos (1, 1; 10, 1; 25, 1), el rey Salomón, quien en sabiduría no tuvo igual (III Rey. 5, 9 s.), atribuyéndole la Sagrada Escritura "3.000 sentencias y 1.005 canciones" (III Rey. 4, 32). El presente libro de los Proverbios contiene solamente 550, cuarenta de las cuales repetidas casi textualmente.

Los exégetas creen que la última redacción del libro se hizo en tiempos de Esdras.


Eclesiastés

Eclesiastés, en hebreo Kohélet, significa predicador, o sea el que habla en la Iglesia o Asamblea; nombre que corresponde por todos conceptos a su contenido, porque predica en forma de sentencias y consejos, en prosa y verso, la vanidad de las cosas creadas. Los bienes de este mundo son vanos; vanas por tanto todas las ambiciones, vana la ilusión de felicidad terrena fuera del sencillo bienestar; la verdadera felicidad consiste en temer, o sea reverenciar a Dios nuestro Padre, y observar sus mandamientos para que en ellos hallemos la vida (Prov. 4, 13 y passim).

El autor del libro habla, desde el título, como hijo de David, por lo cual las tradiciones judía y cristiana, que siempre reconocieron su canonicidad, lo atribuyeron a Salomón. Con todo la crítica y también numerosos exégetas católicos modernos se creyeron obligados a admitir que ciertos pasajes podrían ser de una época posterior a Salomón (p. ej. las referencias sobre la tiranía de los reyes, la corrupción de los magistrados, la opresión de los súbditos). Señalan, además, que el lenguaje y el estilo no son los del tiempo salomónico. Por todo lo cual opinan algunos que el Eclesiastés sufrió posteriormente una transcripción al lenguaje más moderno; otros (entre ellos Condamín, Zapletal y Simón-Prado), piensan que el autor se sirvió del nombre de "hijo de David" sólo con el fin de dar más realce a la obra, y fijan la composición del Eclesiastés entre los años 300-200 a. C. Podemos admitir la posibilidad de esta fecha, puesto que el Libro Sagrado no se presenta como escrito por Salomón, sino por un autor anónimo que nos refiere dichos del sabio rey. No dice, en efecto: yo, el hijo de David, sino que pone como título: Palabras del Eclesiastés (Predicador), hijo de David, rey de Jerusalén (1, 1) y empieza mencionándolo en tercera persona: "Dijo el Eclesiastés" (1, 2), para hacerlo hablar luego en primera persona (1, 12 ss.). Lo mismo hace en el epílogo (12, 8 ss.), donde refiere que el Eclesiastés era sapientísimo, que compuso muchas parábolas, etc., cosas todas que sabemos son exactas respecto de Salomón (III Rey. 4, 30-34; Prov. 1, 1), a quien el autor se refiere con toda evidencia (1, 12, 16, etc.), del mismo modo como los Evangelios se refieren a Cristo y nos dan sus Palabras, pudiendo la Iglesia decir con toda exactitud: "El Evangelio de N. Señor Jesucristo", y afirmar que en él habla el divino Maestro, no obstante saber todos que El no lo escribió. No hay, pues, pura ficción en el autor de este divino Libro del Eclesiastés, sino que, reconociendo su inspiración sobrenatural, debemos creer que quiere transmitirnos las palabras y sabiduría de Salomón, tal como lo hicieron con Cristo los escritores del Nuevo Testamento, aun aquellos que no lo habían escuchado directamente.

El Eclesiastés no es sistemático. "No le atraen las síntesis, y parece desinteresarse de las conclusiones de sus asertos, aun cuando suenen a discordantes" (Manresa). San Pablo pudo gloriarse de predicar igualmente: "no con palabras persuasivas según la sabiduría humana, sino mostrando la verdad con el Espíritu Santo y la fuerza de Dios" (I Cor. 2, 4). De ahí que estas sentencias, tremendas para la suficiencia humana, hayan escandalizado hasta ser tildadas de epicúreas. En realidad, la irresistible elocuencia de este Libro revulsivo, con su apariencia de pesimismo implacable, es quizá lo más poderoso que existe para quitarnos la venda que oculta, a nuestra inteligencia oscurecida por el pecado congénito, los esplendores de la vida espiritual, y remover así ese gran obstáculo con que "el padre de la mentira" (Juan 8, 44) pretende escondernos las Bienaventuranzas, y que el Sabio llama "la fascinación de la bagatela" (Sab. 4, 12).

Los hebreos dividían los libros sagrados en tres grupos: La Torah (Ley); los Nebiyim (Profetas) y los Ketubim (Hagiógrafos). A este tercer grupo pertenece el Eclesiastés, que era contacto también entre los cinco Meghillot, o sea libros pequeños que se escribían en rollos aparte, para uso litúrgico.


Cantar de los Cantares

El misterio que Dios esconde en los amores entre esposo y esposa, y que presenta como figura en este divino Poema, no ha sido penetrado todavía en forma que permita explicar satisfactoriamente el sentido propio de todos sus detalles. El breve libro es sin duda el más hondo arcano de la Biblia, más aún que el Apocalipsis, pues en éste, cuyo nombre significa revelación, se nos comunica abiertamente que el asunto central de su profecía es la Parusía de Cristo y los acontecimientos que acompañarán aquel supremo día del Señor en que El se nos revelará para que lo veamos "cara a cara". Aquí, en cambio, se trata de una gran Parábola o alegoría en la cual, excluida como se debe la interpretación mal llamada histórica, que quisiera ver en ella un epitalamio vulgar y sensual, aplicándolo a Salomón y la princesa de Egipto, no tenemos casi referencias concretas, salvo alguna (cf. 6, 4 y nota), que permite con bastante firmeza ver en la Amada a Israel, esposa de Yahveh.

La diversidad casi incontable de las conclusiones propuestas por los que han investigado el sentido propio del Cántico, basta para mostrar que la verdad total no ha sido descubierta. No sabemos con certeza si el Esposo es uno solo, o si hay varios, que podrían ser un rey y un pastor como pretendientes de Israel (Vaccari), o podrían ser, paralelamente, Yahveh (el Padre) como Esposo de Israel, y Jesucristo como Esposo de la Iglesia ya preparada para las bodas del Cordero que veremos en Apoc. 19, 6-9. Ignoramos también qué ciudad es ésa en que la Esposa sale por dos veces a buscar al Amado. Ignoramos principalmente cuál es el tiempo en que ocurre u ocurrirá la acción del pequeño gran drama, y ni siquiera podemos afirmar en todos los casos (pues las opiniones también varían en esto) cual de los personajes es el que habla en cada momento del diálogo.

En tal situación, después de mucho meditar, hemos llegado a la conclusión de que es forzoso ser muy parco en afirmaciones con respecto al Cantar. Porque no está al alcance del hombre explicar los misterios que Dios no ha aclarado aún a la Iglesia, y sería vano estrujar el entendimiento para querer penetrar, a fuerza de inteligencia pura, lo que Dios se complace en revelar a los pequeños. Sería, en cambio, tremenda responsabilidad delante de El, aseverar como verdades reveladas lo que no fuese sino producto de nuestra imaginación o de nuestro deseo, como lo hicieron esos falsos profetas tantas veces fustigados por Jeremías y otros videntes de Dios.

Como enseña el Eclesiástico (cf. 39, 1 ss. y nota), nada es más propio del verdadero sabio según Dios, que investigar las profecías y el sentido oculto de las parábolas: tal es la parte de María, que Jesús declaró ser la mejor. Pero esa misma palabra de Dios, cuya meditación ha de ocuparnos "día y noche" (S. 1, 2), nos hace saber que hay cosas que sólo se entenderán al fin de los tiempos (Jer. 30, 24). El mismo Jeremías, refiriéndose a estos misterios y a la imprudencia de querer explicarlos antes de tiempo, dice: "Al fin de los tiempos conoceréis sus designios" (de Dios). Y agrega inmediatamente, cediendo la palabra al mismo Dios: "Yo no enviaba a esos profetas, y ellos corrían. No les hablaba, y ellos profetizaban" (Jer. 23, 20-21). En Daniel encontramos sobre esto una notable confirmación. Después de revelársele, por medio del Angel Gabriel, maravillosos arcanos sobre los últimos tiempos, entre los cuales vemos la grande hazaña de San Miguel Arcángel defensor de Israel (Dan. 12, 1; cf. Apoc. 12, 7), se le dice: "Pero tú, oh Daniel, ten en secreto estas palabras y sella el Libro hasta el tiempo del fin" (Dan. 12, 4). Y como el Profeta insistiese en querer descubrirlo, tornó a decir el Angel: "Anda, Daniel, que esas cosas están cerradas y selladas hasta el tiempo del fin" (ibid. 9). Entonces "ninguno de los malvados entenderá, pero los que tienen entendimiento comprenderán" (ibid. 100. Finalmente, vemos que aún en la profecía del Apocalipsis, cuyas palabras se le prohibió sellar a San Juan (Apoc. 22, 10), hay sin embargo un misterio, el de los siete truenos, cuyas voces le fue vedado revelar (Apoc. 10, 4).

Nuestra actitud, pues, ha de ser la que enseña el Espíritu Santo al final del mismo Apocalipsis, fulminando terribles plagas sobre los que pretendan añadir algo a sus palabras, y amenazando luego con excluir del Libro de la vida y de todas las bendiciones anunciadas por el vidente de Patmos, a los que disminuyan las palabras de su profecía (Apoc. 22, 18 s.).

El criterio expuesto así, a la luz de la misma Escritura, nos muestra desde luego que, si es hermoso aplicar a la Virgen María, como hace la liturgia, los elogios más ditirámbicos que recibe la Esposa del Cantar, pues, que ciertamente nadie pudo ni podrá merecerlos más que Aquélla a quien el Angel declaró bendita entre las mujeres, no es menos cierto que hemos de evitar la tentación de generalizar y ver en María a la protagonista del Cántico, incluso en aquella incidencia del cap. 5 en que la Esposa rehusa abrir la puerta al Esposo por no ensuciarse los pies. Semejante infidelidad jamás podría atribuirse a la Virgen Inmaculada, ni aun cuando en esa escena se tratase de un sueño, como algunos interpretan. Basta recordar la actitud de María ante la Anunciación del Angel, en la cual, si bien Ella afirma su voto de virginidad, en manera alguna cierra la puerta a la Encarnación del Verbo; antes por el contrario, Cristo, lejos de sentirse rechazado como el Esposo del Cantar, realiza el estupendo prodigio de penetrar virginalmente en el huerto cerrado del seno maternal. Y es por igual razón que esa falla de la Esposa no puede atribuirse tampoco a la Iglesia cristiana como esposa del Cordero, así como también resultan inaplicables a ella los caracteres de esposa repudiada y perdonada, con que los profetas señalan repetidamente a Israel (Is. 54, 1 y nota).

De ahí que, por eliminación -y sin perjuicio de las preciosas aplicaciones místicas al alma cristiana, las cuales, como bien observa Joüon, en ningún caso pretenden ser una interpretación del sentido propio del poema bíblico- hemos de inclinarnos en general a admitir en él, como han hecho los más autorizados comentadores antiguos y modernos, lo que se llama la alegoría yahvística, o sea los amores nupciales entre Dios e Israel, a la luz del misterio mesiánico, a pesar de que tampoco en ella nos es posible descubrir en detalle el significado propio de cada uno de los episodios de este divino Epitalamio. "A esta sentencia fundamental (sobre Israel) nos debemos atener", dice en su introducción al poema la Biblia española de Nácar-Colunga, y agrega inmediatamente: "Pero admitido este principio, una duda salta a la vista. Los historiadores sagrados y los profetas están concordes en pintarnos a Israel como infiel a su Esposo y manchada de infinitos adulterios; lo cual no está conforme con el Cántico, donde la Esposa aparece siempre enamorada de su Esposo, y además, toda hermosa o pura. La solución a esta dificultad nos la ofrecen los mismos profetas cuando al Israel histórico oponen el Israel de la época mesiánica, purificado de sus pecados y vuelto de todo corazón a su Dios. Las relaciones rotas por el pecado de idolatría se reanudan para siempre. Es preciso, pues, decir que el Cántico celebra los amores de Yahvé y de Israel en la edad mesiánica, que es el objeto de los deseos de los profetas y justos del Antiguo Testamento. En torno a esta imagen del matrimonio, usada por los profetas, reúne el sabio todas las promesas contenidas en los escritos proféticos" (cf. Ex. 34, 16; Núm. 14, 34; Is. 54, 4 ss.; 62, 4 ss.; Os. 1, 2; 2, 4 y 19; 6, 10; Jer. 2, 2; 3, 1 y 2; 3, 14; Ez. 16).

El Sumo Pontífice Pío XII, en su importantísima Encíclica "Divino Afflante Spiritu", sobre los estudios bíblicos alude expresamente a las dificultades de interpretación que dejamos planteadas, al decir que "no pocas cosas... apenas fueron explicadas por los expositores de los pasados siglos"; que "entre las muchas cosas que se proponen en los Libros sagrados, legales, históricos, sapienciales y proféticos, sólo muy pocas hay cuyo sentido haya sido declarado por la autoridad de la Iglesia, y no son muchas más aquellas en las que sea unánime la sentencia de los Santos Padres" y que "si la deseada solución se retarda por largo tiempo, y el éxito feliz no nos sonríe a nosotros, sino que acaso se relega a que lo alcancen los venideros, nadie por eso se incomode... siendo así que a veces se trata de cosas oscuras y demasiado lejanamente remotas de nuestros tiempos y de nuestra experiencia".

Entretanto, y a pesar de nuestra ignorancia actual para fijar con certeza el sentido propio de todos sus detalles, el divino poema nos es de utilidad sin límites para nuestra vida espiritual, pues nos lleva a creer en el más precioso y santificador de los dogmas: el amor que Dios nos tiene, según esa inmensa verdad sobrenatural que expresó, a manera de testamento espiritual, el Beato Pedro Julián Eymard: "La fe en el amor de Dios es la que hace amar a Dios".

No puede haber la menor duda de que sea lícito a cada alma creyente recoger para sí misma las encendidas palabras de amor que el Esposo dirige a la Esposa. El Cantar es, en tal sentido, una celestial maravilla para hacernos descubrir y llevarnos a lo que más nos interesa, es decir, a creer en el amor con que somos amados. El que es capaz de hacerse bastante pequeño para aceptar, como dicho a sí mismo por Jesús, lo que el Amado dice a la Amada, siente la necesidad de responderle a El con palabras de amor, y de fe, y de entrega ansiosa, que la Amada dirige al amado. Felices aquellos que exploten este sublime instrumento, que es a un tiempo poético y profético, como los Salmos de David, y en el cual se juntan, de un modo casi sensible, la belleza y la piedad, el amor y la esperanza, la felicidad y la santidad. ¡Y felices también nosotros si conseguimos darlo en forma que pueda ser de veras aprovechado por las almas!

El título "Cantar de los Cantares" (en hebreo Schir Haschirim) equivale, en el lenguaje bíblico, a un superlativo como "vanidad de vanidades" (Eclesiastés 1, 2), Rey de Reyes y Señor de Señores" (Apoc. 19, 16), etc., y quiere decir que esta canción es superior a todas. "El Alto Canto" se le llama en alemán; en italiano "La Cántica" por antonomasia, etc. Efectivamente el "Cantar de los Cantares" ha ocupado y sigue ocupando el primer lugar en la literatura mística de todos los siglos.

Poema todo oriental, no puede juzgárselo, como bien dice Vigouroux, según las reglas puestas por los griegos, como son las nuestras. Tiene unidad, pero "entendida a la manera oriental, es decir, mucho más en el pensamiento inspirador que en la ejecución de la obra".

Intervienen en el "Cantar de los Cantares", mediante diálogos y a veces en forma dramática, la Esposa (Sulamita) y el Esposo, denominados también en ocasiones hermano y hermana. Aparecen además otros personajes: los "hermanos", las "hijas de Jerusalén", etc., que forman algo así como el coro de la antigua tragedia griega. La manera en que se tratan el Amado y la Amada muestra claramente que no son simples amantes, porque entre los israelitas solamente los esposos podían tratarse tan estrechamente.

No se exhibe, pues, aquí un amor prohibido o culpable, sino una relación legítima entre esposos. A este respecto debe advertirse desde luego que el lenguaje del Cántico es el de un amor entre los sexos. No creemos que esto haya de explicarse solamente porque se trata de un poema de costumbres orientales, sino también porque la Biblia es siempre así: "plata probada por el fuego, purificada de escoria, siete veces depurada" (S. 11, 7). Ella dice todo lo que debe decir, sin el menor disimulo (cf. Gén. 19, 30 y nota), es decir, como muy bien observa Hello, sin revestir la verdad con apariencias que atraigan el aplauso de los demás, según suelen hacer los hombres. Dios quiere aplicar aquí, a los grandes misterios de su amor con la humanidad -ya se trate de Israel, de la Iglesia o de cada alma- la más vigorosa de las imágenes: la atracción de los sexos. Sabe que todos la comprenderán, porque todos la sienten. Y en ello no ha de verse lo prohibido, sino lo legítimo del amor matrimonial, instituido por Dios mismo, a la manera como el vino sólo sería malo en el ebrio que lo bebiera pecaminosamente. De ahí que, como muy bien se ha dicho de este sublime poema, "el que vea mal en ello, no hará sino poner su propia malicia. Y el que sin malicia lo lea buscando su alimento espiritual, hallará el más precioso antídoto contra la carne".

Los expositores antiguos miraron siempre como autor del libro al rey Salomón cuyo nombre figura en el título: "Cantar de los Cantares de Salomón" y fue respetado por el traductor griego. La Vulgata no pone nombre de autor, y diversos exégetas católicos remiten la composición del Cantar a tiempos posteriores a Salomón (Joüon, Holzhey, Ricciotti, Zapletal, etc.). Otros empero, entre ellos Fillion, lo atribuyen al mismo rey sabio, que en el poema figura con toda su opulencia. A este respecto no podemos dejar de señalar, entre las muchas interpretaciones (que hacen variar de mil maneras el diálogo y el sentido, según que pongan cada versículo en boca de uno u otro de los personajes), la que adopta un estudioso tan autorizado como Vaccari presentándola como "la que mejor corresponde, tanto a los datos intrínsecos del Libro, cuanto a las condiciones históricas del antiguo Israel". Según esta interpretación, el Esposo a quien ama la Sulamita, no es la misma persona que el rey, sino un joven pastor que la celebra en un lenguaje idílico y agreste, contrastando precisamente con la fastuosidad del rey cuyas atracciones desprecia la Esposa que prefiere a su Amado. En este contraste, la paz del campo simboliza la Religión de Israel, tan sencilla como verdadera, y los esplendores de la Corte figuran los de la civilización pagana, que humanamente hablando parece tan superior a la hebrea. Tendríamos así, como en las dos Ciudades de San Agustín, el eterno contraste entre Dios y el mundo, entre lo espiritual y lo temporal. El valor de esta interpretación que permite entender muchos pasajes antes obscuros, podrá juzgarse a medida que la señalemos en las notas. Entretanto ella explicaría que Salomón, siendo el autor del Poema (como lo sostiene también Vigouroux con sólidas razones) se haya puesto él mismo como personaje del drama, pues que, siendo así, ya no aparecería como figura del divino Esposo, sino que, lejos de ello, se presenta modestamente con su persona y su proverbial opulencia, como un ejemplo de la vanidad de todo lo terreno, cosa muy propia de la sabiduría de aquel gran Rey.

Agreguemos que esta manera de entender el Cantar según lo propone Vaccari no se opone en modo alguno al aprovechamiento de su riquísima doctrina mística, pues nada más congruente que aplicar las relaciones de Yahvé con su esposa Israel, a las de su Hijo Jesús, espejo perfectísimo del Padre (Hebr. 1, 3), con la Iglesia que El fundó, y con cada una de las almas que la forman, en su peregrinación actual en busca del Esposo (cf. 4, 7; 3, 3; 5, 6 y notas); en la misteriosa unión anticipada de la vida eucarística (cf. 2, 6 y nota); y finalmente en su bienaventurada esperanza (cf. 1, 1; 8, 13 s. y notas; Tito 2, 13), cuya realización anhela ella desde el principio con un suspiro que no es sino el que repetimos cada día en el Padre Nuestro enseñado por el mismo Cristo: "Adveniat Regnum tuum", y el que los primeros cristianos exhalaban en su oración que desde el siglo primero nos ha conservado la "Didajé" o "Doctrina de los doce Apóstoles": "Así como este pan fraccionado estuvo disperso sobre las colinas y fue recogido para formar un todo, así también, de todos los confines de la tierra, sea tu Iglesia reunida para el Reino tuyo... líbrala de todo mal, consúmala en tu caridad, y de los cuatro vientos reúnela, santificada, en tu reino que para ella preparaste, porque tuyo es el poder y la gloria en los siglos. ¡Venga la gracia! ¡Pase este mundo! ¡Hosanna al Hijo de David! Acérquese el que sea santo; arrepiéntase el que no lo sea. Maranatha (Ven Señor). Amén"


Sabiduría

El Libro de la Sabiduría forma juego con los libros de los Proverbios y Eclesiastés. Trata de la Sabiduría, pero presentándola no ya como aquél -en forma de virtud de orden práctico que desciende al detalle de los problemas temporales-, ni tampoco, según hace éste, como un concepto general y antihumanista de la vida, en sí misma, sino como una sabiduría toda espiritual y sobrenatural, verdadero secreto revelado amorosamente por Dios. Más que otros libros del Antiguo Testamento, tiene éste por objeto inculcar a los reyes y dirigentes la noción de su cometido, su alto destino y su tremenda responsabilidad ante Dios, y a todos la admiración y el amor de la sabiduría, la cual aparece dotada de personalidad y atributos divinos, como que no es sino el Verbo eterno del Padre, que había de encarnarse por obra del Espíritu Santo para revelarse a los hombres.

En los Salmos presenta el Profeta David al sol como una imagen de Dios, de cuyo benéfico influjo nadie puede esconderse (S. 18, 6 s.). Esto no es una mera figura literaria sino -como todo en los Salmos- una enseñanza. El sol es como Dios, fuego ardiente y abrasador (Ex. 24, 17; Dt. 4, 24; 9, 3; Is. 10, 17; Hebr. 12, 29) o sea que arde en sí mismo y además comunica su llama. El sol es luz y calor a un tiempo, y nos envía sus rayos gratuitamente. Y en el rayo solar (como vemos cuando atraviesa el transparente vidrio de una ventana) es también inseparable la luz del calor. Así la luz, el Verbo-Jesús (Juan 1, 9; II Tim. 1, 10) y la llama del amor del Espíritu Santo (Mt. 3, 11; Hech. 2, 3) proceden ambas inseparablemente del divino Sol, del divino Padre. El apóstol Santiago resume ambos aspectos de Dios diciéndonos a un tiempo que El es "el Padre de las luces", y que de El procede todo el bien que recibimos (Sant. 1, 17). El es al mismo tiempo la "Luz en la cual no hay tinieblas" (I Juan 1, 5), y el Padre del amor que se derrama en misericordia (S. 102, 13; II Cor. 1, 3; Ef. 2, 4).

Pues bien, ese rayo de sol que nos envía el Padre con su Verbo de luz y con su Espíritu de amor, eso es la sabiduría. De ahí que en ella sean inseparables conocimiento y amor, así como por Cristo, Palabra del Padre, nos fue dado el Espíritu Paráclito que vino en lenguas de fuego. Sapientia sapida scientia, dice San Bernardo, esto es, ciencia sabrosa, que entraña a un tiempo el saber y el sabor. Así es la divina maravilla de la Sabiduría. Es decir, que probarla es adoptarla, pero también que nadie la querrá mientras no la guste, porque, ni puede amarse lo que no se conoce, ni tampoco se puede dejar de amar aquello que se conoce como soberanamente amable.

Tal es el misterio del Dios Amor ("Caritas Pater"), que nos da su Hijo ("Gratia Filius") y que luego, aplicándonos, como si fueran nuestros, los méritos de ese Hijo, nos comunica la participación a su divina Esencia (II Pedr. 1, 4) mediante su Santo Espíritu ("Communicatio Spiritus Sanctus": cf. la antífona 1a. del III Nocturno de la Sma. Trinidad, inspirada en II Cor. 13, 13), engendrándonos de nuevo para esa vida divina (Juan 1, 13; 3, 5; I Pedr. 1, 3), según la cual somos y seremos hijos suyos, no sólo adoptivos (Ef. 1, 5) sino verdaderos (I Juan 3, 1), nacidos de Dios (Juan 1, 12-13), semejantes al mismo Jesucristo: desde ahora, en espíritu (I Juan 3, 2); y un día, también en el cuerpo (Filip. 3, 21), para que El sea nuestro Hermano mayor (Rom. 8, 29).

Tal es la sabiduría cuya descripción, que es como decir su elogio, se hace en este libro sublime. Como fruto de ella, podemos decir que, al hacernos sentir así la suavidad de Dios, nos da el deseo de su amor que nos lleva a buscarlo apasionadamente, como el que descubre el tesoro escondido (Is. 45, 3) y la perla preciosa del Evangelio (Mt. 13). He aquí el gran secreto, de incomparable trascendencia: La moral es la ciencia de lo que debemos hacer. La sabiduría es el arte de hacerlo sin esfuerzo y con gusto, como todo el que obra impelido por el amor (Kempis, III, 5).

El mismo Kempis nos dice cómo este sabor de Dios, que la sabiduría proporciona, excede a todo deleite (III, 34), y cómo las propias Palabras de Cristo tienen un maná escondido y exceden a las palabras de todos los santos (I, 1, 4). ¿Podrá alguien decir luego que es una ociosidad estudiar así estos secretos de la Biblia? Cada uno puede hacer la experiencia, y preguntarse si, mientras está con su mente ocupada en estas cosas, podría dar cabida a la inclinación de pecar. ¿No basta, entonces, para reconocer que éste es el remedio por excelencia para nuestras almas? ¿No es el que la madre usa por instinto, al ocupar la atención del niño con algún objeto llamativo para desviarlo de ver lo que no le conviene? Y así es como la Sabiduría lleva a la humildad, pues el que esto experimenta comprende bien que, si se libró del pecado, no fue por méritos propios, sino por virtud de la Palabra divina que le conquistó el corazón.

Tal es exactamente lo que enseña, desde el Salmo 1o. (v. 1-3), el Profeta David, a quien Dios puso "a fin de llenar de sabiduría a nuestros corazones" (Ecli. 45, 31): El contacto asiduo con las Palabras divinas asegura el fruto de nuestra vida. Cf. también Prov. 4, 23; 22, 17; Ecli. 1, 18; 30, 24; 37, 21; 39, 6; 51, 28; Jer. 24, 7; 30, 21; Bar. 2, 31; Ez. 36, 26; Lc. 6, 45; Mt. 15, 19; Hebr. 13, 9.

Mas para probar la eficacia de este remedio sobrenatural, claro está que hay que adoptarlo. Y eso es lo que el Papa acaba de proponer a los Pastores de almas, recordándoles, con San Jerónimo, que si el conocimiento de Cristo es lo único que puede salvar al mundo, ello supone el conocimiento de las Escrituras, porque "ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo".

He aquí lo que el Sumo Pontífice Pío XII se propone al promover con la nueva Encíclica "Divino Afflante Spiritu" el amor a la Biblia, y su enseñanza al pueblo, sin detenerse hasta llegar a darla y comentarla en la prensa.

El libro de la Sabiduría fue escrito en griego y pertenece, por tanto, a los Libros deuterocanónicos de la Biblia. Fue compuesto probablemente no en Palestina sino en Egipto, donde había muchos judíos que ya no comprendían el hebreo, y por consiguiente usaban los Libros Santos en lengua griega.

El texto griego señala como autor al rey Salomón; no así la Vulgata, la cual no pone nombre de autor. La opinión de que el Libro fuese escrito por Salomón fue abandonada ya en los primeros siglos, y esto con toda razón. Ahora bien, como Salomón aparece hablando en los capítulos 7, 8 y 9, nada impide que miremos esas palabras como propias del sapientísimo rey y trasmitidas posteriormente. (Véase introducción al Libro del Eclesiastés).

El verdadero autor, desconocido, debió de ser un varón piadoso que buscaba consuelo en la contemplación de los misterios de Dios, y parece que se propuso fortalecer a las víctimas de una persecución, para lo cual el Libro es de una inspiración incomparable.

El tiempo de la composición no ha de fijarse antes del año 300 a. C. Lo más probable es que se escribiera hacia el año 200 a. C. A esta conclusión llegan los exégetas en atención a que el libro fue compuesto en griego y que el autor conoce ideas cuyos orígenes han de buscarse en la escuela filosófica de Alejandría; lo cual no significa en manera alguna que el autor sagrado pague tributo a ellas. Antes por el contrario es éste, por su asunto, uno de los libros más esencialmente sobrenaturales de la Escritura, como vemos por su altísima teología que parece un anticipo del Nuevo Testamento.


Eclesiástico

El nombre de este libro: "El Eclesiástico", es debido al constante uso que de él se hacía en la Iglesia, especialmente en la instrucción del pueblo y de los catecúmenos que iban a ser bautizados. Basta, pues, este nombre para mostrarnos el aprecio que la Iglesia tenía de su utilidad como arsenal de doctrina y de piedad; y para darnos idea de lo familiarizados que estaban los fieles en los tiempos de fe, con el conocimiento de este divino tesoro de sabiduría. El nombre de "Libro de Jesús, hijo de Sirac", o "Sabiduría de Sirac", le viene de su autor Jesús (Josué), descendiente de un cierto Sirac (50, 29) que vivía en Palestina al comienzo del siglo II a. C.

El libro fue, pues, escrito por los años 200-170 a. C.

El autor se sirvió de la lengua hebrea, de la cual el libro fue traducido al griego, en Egipto, por su nieto, que llevaba el mismo nombre que el abuelo. La traducción se emprendió en el año 38 del rey Ptolomeo Evergetes II, es decir, en 132 a. C.

San Jerónimo conocía todavía el texto hebreo, pero poco después éste se perdió. Recién en nuestros días, en 1896-1900, fue hallado en una sinagoga de El Cairo un manuscrito que contiene más de la mitad del texto hebreo. Ello muestra, por otra parte, que este Libro deuterocanónico, aunque no forma parte del canon judío, fue tenido siempre en grande estima por Israel, cuyos maestros lo citan hasta hoy como fuente de suma autoridad. Las diferencias textuales de las versiones antiguas son muy numerosas y hemos procurado señalarlas brevemente en lo posible.

El objeto del Eclesiástico es enseñar la sabiduría, es decir, las reglas para hallar la felicidad en la vida de amistad con Dios. De ahí que se le ha llamado "tratado de ética a lo divino", es decir, expuesto no en forma sistemática sino con esa pedagogía sobrenatural que San Pablo llama "mostrar el espíritu y la virtud" de Dios (I Cor. 2, 4), siendo de notar que la palabra "moral" (del latín mores: costumbres), tan usada posteriormente, no figura en la Sagrada Escritura. Para ilustrar su doctrina, recorre finalmente el autor en los capítulos 44-50 la historia del pueblo escogido, presentándonos con elogio los varones sabios y justos desde Abraham hasta Simón, hijo de Onías. Termina con una oración y una maravillosa exhortación para que todos aprendan y aprovechen de la sabiduría que a todos se brinda gratuitamente para saciar la sed del corazón.

El libro no está compuesto según un plan lógico, por lo cual su división no puede hacerse rigurosamente. Ello no obstante, señalamos aproximativamente como útil orientación para el lector, las diez secciones que propone Peters:

I) 1, 1-4, 11: Elogio de la Sabiduría; deberes para con Dios, para con los padres, para con el prójimo, para con los pobres y oprimidos.
II) 4, 12-6, 17: Ventajas de la sabiduría; prudencia y sinceridad en el obrar. La amistad.
III) 6, 18-14, 21: Ventajas de la sabiduría. Contra la ambición. Reglas de conducta acerca de varias categorías de hombres. Confianza en Dios. Hombres de los que hay que desconfiar. Contra la avaricia.
IV) 14, 22-16, 23: Frutos de la sabiduría. El pecado y su castigo.
V) 16, 24-23, 38: Himno al Creador. Templanza en el hablar y disciplina de la lengua. Diferencia entre el necio y el sabio.
VI) 24, 1-33, 19: Himno a la Sabiduría. Las mujeres. Honestidad en los negocios. Educación de los hijos. Salud y templanza. El temor de Dios.
VII) 33, 20-36, 19: Los esclavos. La superstición. Culto falso y verdadero. Oración por la salvación de Israel.
VIII) 36, 20-39, 15: Elección de los mejores. Templanza. Relaciones con el médico. Culto de los muertos. Estudio de la Sabiduría.
IX) 39, 16-43, 37: Loa de la Divina Providencia. La vida humana, sus penas y alegrías. Castigos de los impíos. Verdadera y falsa vergüenza. Himno a Dios Creador.
X) 44, 1-50, 23: Elogio de los Padres.

Sigue un apéndice que comprende dos partes:
a) la oración de gratitud del autor (51, 1-17);
b) un poema alfabético de invitación a la busca de la sabiduría (51, 18-38).

No hay palabras con qué expresar el bien que pueden hacernos, para la prosperidad de nuestra vida, estas enseñanzas cuya inspirada omnisciencia prevé todos los casos y resuelve todas las dificultades que nos puedan ocurrir.

Junto a estos libros sapienciales, palidece y aparece superficial y a menudo vacía y falsa toda la psicología de los moralistas clásicos, griegos y romanos. Con respecto a las características propias de cada uno de estos santos Libros, conviene ver las Introducciones a los Proverbios, al Eclesiastés y a la Sabiduría. En el presente Libro se nos dan gratuitamente consejos que pagaríamos a peso de oro si vinieran de un maestro famoso.

El Sabio va escrutando, como en un laboratorio, todos los problemas de la vida humana, y ofreciéndonos su solución. ¿Puede haber favor más grande? Porque no se trata de esas soluciones de la pura razón, o de la ciencia positiva, que cada época y cada autor han ido proponiendo, o imponiendo orgullosamente, como definitivas conquistas de la filosofía... hasta que llegaba otro que las destruyese y las negase para proclamar las suyas, tan relativas o deleznables como aquéllas.

No; el laboratorio del moralista que aquí nos alecciona, está iluminado por un foco nuevo. Los pensadores de hoy lo llamarían intuición. Para los felices creyentes (Lucas 1, 45) hay un nombre más claro, un nombre divino: el Espíritu Santo, que habló por los profetas, "qui locutus est per Prophetas".

La intuición, que ahora se propone como una fuga ante el fracaso del racionalismo, ¿qué es, qué puede ser, sino un modo disimulado de admitir que Dios obra en nosotros, por encima de nosotros y sin necesidad de nosotros, así como no nos necesitó para crearnos? ¿O acaso esa intuición -reconocida superior al raciocinio porque éste muchas veces es falaz y deformado por las pasiones- no sería sino un instinto puramente humano y biológico? En tal caso, habremos de reconocer a los animales como los modelos del hombre en sabiduría... (y a fe que bien podrían ser nuestros maestros en cuanto se refiere a la ordenación de sus apetitos, que en el hombre están en rebeldía). Si nuestro ideal en cuanto a espíritu se contenta con tal instinto de intuición es que los "post-cristianos" de hoy están muy por debajo de la intuición del pagano Sócrates que al menos reconocía en su interior el soplo de un "demonio", en griego: espíritu, como agente de sus inspiraciones.

En vano David nos lo advertía hace tres mil años, hablando por su boca el mismo Dios: "Yo te daré la inteligencia. Yo te enseñaré el camino que debes seguir... no queráis haceros semejantes al caballo y al mulo, los cuales no tienen entendimiento" (S. 31, 8 s.). En vano, decimos, porque los hombres no aceptaron ese magisterio de nuestro Creador, y prefirieron el de las bestias, como lo expresa también otro Salmo de los hijos de Coré, diciendo: "El hombre, constituido en honor, no lo entendió. Se ha igualado a los insensatos jumentos y se ha hecho como uno de ellos" (S. 48, 13 y 21).

Estas reflexiones pueden servirnos como claroscuro para apreciar mejor, frente a nuestra triste indigencia propia, el tesoro de verdad, de enseñanzas, de soluciones infalibles, que la bondad de Nuestro Padre Dios pone en nuestras manos con este Libro, tan poco leído y meditado en los tiempos modernos. Agreguemos que esta sabiduría práctica del Eclesiástico, no es como un tónico o néctar de excepción, reservado sólo para los que aspiran a lo exquisito. Es un alimento cotidiano, al que hemos de recurrir sistemáticamente los que vivimos "en este siglo malo" (Gál. 1, 4), los que creemos que San Juan no miente al decir que "el mundo todo está poseído del maligno" (I Juan 5, 19). Jesús confirma esto en forma tremendamente absoluta, diciendo que a ese Espíritu Santo, que "enseña toda verdad" (Juan 16, 13) porque es "el Espíritu de la Verdad" (ibid. 14, 17), "el mundo no lo puede recibir porque no lo ve, ni lo conoce" (ibid).

Siendo el Eclesiástico uno de los libros deuterocanónicos, nos hemos servido del texto (corregido) de nuestra edición de la Vulgata, añadiendo en las notas las variantes más importantes del griego y hebreo.


Prólogo del Traductor Griego*

Muchas y grandes cosas se nos han enseñado en la Ley, y por medio de los Profetas, y de otros que vinieron después de ellos; de donde con razón merecen ser alabados los israelitas por su erudición y doctrina; puesto que no solamente los mismos que escribieron estos discursos hubieron de ser muy instruidos, sino que también los extranjeros pueden, asimismo, llegar a ser muy hábiles, tanto para hablar como para escribir. De aquí es que mi abuelo Jesús, después de haberse aplicado con el mayor empeño a la lectura de la Ley y de los Profetas, y de otros Libros que nos dejaron nuestros padres, quiso él también escribir algo de estas cosas tocantes a la doctrina y a la sabiduría, a fin de que los deseosos de aprender, bien instruidos en ellas, atiendan más y más a su deber, y se mantengan firmes en vivir conforme a la Ley.

Os exhorto, pues, a que acudáis con benevolencia, y con el más atento estudio, a emprender esta lectura, y que nos perdonéis si algunas veces os pareciere que al copiar este retrato de la sabiduría, flaqueamos en la composición de las palabras; porque las palabras hebreas pierden mucho de su fuerza trasladadas a otra lengua. Ni es sólo este libro, sino que la misma Ley y los Profetas, y el contexto de los demás Libros son no poco diferentes de cuando se anuncian en su lengua original.

Después que yo llegué a Egipto en el año treinta y ocho del reinado del rey Ptolomeo Evergetes, habiéndome detenido allí mucho tiempo, encontré los libros que se habían dejado, de no poca ni despreciable doctrina. Por lo cual juzgué útil y necesario emplear mi diligencia y trabajo en traducir este libro, y así en todo aquel espacio de tiempo, empleé muchas vigilias y no pequeño estudio en concluir y dar a luz este libro, para utilidad de aquellos que desean aplicarse, y aprender de qué manera deben arreglar sus costumbres los que se han propuesto vivir según la Ley del Señor.

* El prólogo no forma parte del libro inspirado, sino que fue compuesto y añadido por el traductor. Es de notar la observación de éste sobre lo difícil que es traducir con exactitud los libros santos. De ahí la gran conveniencia de recurrir a los textos originales, según lo señala Pío XII en la magistral Encíclica "Divino Afflante Spiritu" del 30 de setiembre de 1944. El rey Ptolomeo Evergetes es el segundo de este nombre que reinó de 145 a 117 a. C. (con su padre ya desde 170).

(fuente: aciprensa.com)

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