“Tanto amó Dios al mundo que dio a su hijo único” (Jn. 3,16), esta frase evangélica bien nos lleva a contemplar la alegría cristiana, la de los hijos e hijas de Dios; pues nada mas dichoso para cada uno de nosotros que recibir de Dios lo más grande que tiene: a su propio Hijo, y con él la Verdadera Felicidad.
Mientras que la dicha y la alegría son pasajeras, pues hacen alusión al aquí y ahora de este momento, la felicidad está más allá del tiempo cronológico, de allí que el verbo “amó” de la cita no deba tomarse solo en un acabado pasado sino en un continuo presente, en una historia que se reinicia y se renueva a cada momento.
La historia de Salvación en la que Dios expresa su amor de predilección por la humanidad caída se hace siempre presente y vuelve a comenzar decididamente, la historia de Dios en cada una de nuestras vidas es una y distinta a partir de nuestras flaquezas, nuestros anhelos, dudas, temores, dolores y sufrimientos.
La Salvación no es el resultado de un programa en serie sino del amor individualizado de Dios por cada uno, que se expresa en la seguridad de que él camina con nosotros, está a nuestro lado y de nuestro lado, nunca del lado del mal y de la separación entre los hombres, sino fortaleciendo vínculos de paz y de amor en medio de una sociedad, a veces, hóstil e insegura de sí misma y que, por ello, recurre a la violencia como método de autoafirmación.
Hoy, todos somos llamados al encuentro con el Dios de la Felicidad, con el Dios del que podemos afirmar junto al teólogo francés Olivier Clement, que es Simpatía, es decir, que siente con los suyos, con nosotros, y que nos ha amado y nos ama tanto que nos envió a su Hijo Único de una vez y para siempre.
escrito por Emilio Rodríguez Ascurra / @emilioroz
(fuente: www.yocreo.com)
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