Quiero contarles un sueño. Es cierto que quien sueña no razona; a pesar de ello yo que, a ustedes les contaría hasta mis propios pecados si no fuera por el miedo de que se escaparían todos corriendo al ver que se les caía la casa encima, a ustedes se lo voy a contar para su provecho espiritual. El sueño lo tuve hace pocos días.
Imaginen que están conmigo en la playa, o mejor, sobre un arrecife aislado, desde donde no se ve otro pedazo de tierra que la que tienen bajo sus pies. En toda aquella vasta superficie de agua se adivina un conjunto innumerable de naves dispuestas en orden de batalla, cuyas proas tienen en su parte final un espolón de hierro en punta, como de flecha, capaz de dañar y traspasar cualquier cosa. Los navíos van armados con cañones, cargas de fusil y de armamento de todo tipo, de material incendiario y también de libros, que avanzan contra otra nave mucho mayor y más alta que todas las demás, tratando de chocar por la parte delantera, de incendiarla o causarle el mayor destrozo posible.
A esta nave majestuosa adornada por todas partes la escoltan muchas embarcaciones pequeñas que reciben de la primera las señales de mando y ejecutan diversas evoluciones para defenderse de las flotas contrarias. El viento les es contrario y el mar embravecido parece favorecer a los enemigos.
En medio de la inmensidad del mar se levantan, entre las olas, dos robustas columnas, muy altas, a poca distancia la una de la otra. Encima de una de ellas se ve la estatua de María Inmaculada de cuyos pies cuelga un largo cartel que dice: Auxilium Christianorum. Sobre la otra, mucho más grande y alta, hay una Hostia de proporciones semejantes a la de la columna, y debajo otro cartel con las palabras: Salus Credentium. El comandante supremo de la nave mayor, que es el Romano Pontífice, viendo el furor del enemigo y la delicada situación en la que se encuentran los suyos, intenta convocar a los pilotos de las otras naves secundarias para celebrar un consejo y decidir qué hacer. Todos los pilotos suben a bordo y se reúnen con el Papa. Celebran el consejo pero, debido al viento que sopla cada vez con más fuerza y a la tempestad, se les manda a comandar las naves respectivas. Conseguida la bonanza, el Papa reúne, por segunda vez en torno a él a los pilotos mientras la nave capitana sigue su rumbo. Pero vuelve la borrasca aterradora.
El Papa toma el timón y todos sus esfuerzos se centran en conducir la nave hacia las dos columnas, de cuya parte superior, y rodeándola, cuelgan muchas áncoras y gruesos ganchos atados a las cadenas. Las naves enemigas pretenden todas asaltarla y hacen todo lo posible para pararla y hundirla. Unas con los escritos, los libros, con materias incendiarias que tienen en abundancia y que tratan de lanzar a bordo; las otras con cañones, con fusiles y con el espolón: el combate se vuelve cada vez más encarnizado. Las proas enemigas embisten con violencia pero sus esfuerzos y su ímpetu resultan inútiles. Vuelven a intentarlo pero malgastan esfuerzos y municiones: la nave mayor avanza segura y decidida en su camino. Sucede que, dañada por los fortísimos golpes que recibe, se le abren en los lados anchas y profundas brechas que, apenas producidas, sopla un viento de las dos columnas que vuelve a cerrar grietas y aberturas.
Resuenan, entre tanto, los cañones de los asaltantes, se quiebran los fusiles, las armas y el espolón; y las naves fuertemente sacudidas se hunden en el mar. Entonces los enemigos, furibundos, se lanzan a combatir al arma corta: con las manos, los puños, blasfemando y maldiciendo.
Y he aquí que el Papa, gravemente herido, cae. En seguida, los que le rodean corren en su ayuda y lo levantan. El Papa es herido de nuevo, cae y muere. Un grito de victoria y de alegría sale del bando enemigo; un sus naves se produce un indecible alborozo. Pero, muerto el Pontífice, otro Papa ocupará su puesto. Los pilotos reunidos lo han elegido tan rápidamente que la noticia de la muerte del Papa llega con la noticia de la elección del sucesor. Los enemigos comienzan a perder fuerza. El nuevo Papa, desbaratando y superando los obstáculos, conduce la nave hasta las dos columnas y colocada en medio de ellas, la ata con una pequeña cadena que colgaba de la proa a una áncora de la columna donde se posaba la Hostia y con otra cadenita que colgaba de la popa la ata por la parte opuesta a otra áncora suspendida de la columna sobre la cual se encontraba la Virgen Inmaculada.
En este momento se produce un gran cambio. Todas las naves que hasta entonces habían combatido contra la del Papa, se dan a la fuga, se dispersan, chocan unas contra otras y se hunden, tratando de hundir a las otras. Algunas pequeñas embarcaciones que habían combatido valerosamente con el Papa vienen también a atarse a las dos columnas. Muchas otras que se habían situado a distancia por temor de la batalla observan prudentemente desde lejos hasta que, desaparecidos en los remolinos del agua los restos de las naves destrozadas, bogan a toda prisa hacia las dos columnas amarrando a los ganchos que cuelgan de las mismas y allí se sienten tranquilas y seguras junto a la nave principal en la que está el Papa. En el mar reina una gran calma.
Llegados a este punto Don Bosco preguntó a Don Rua: ¿Qué piensas de lo que les acabo de contar?
Don Rua respondió: Me parece que la nave del Papa es la Iglesia de la que El es la cabeza. Las naves son los hombres y el mar, este mundo. Los que defienden la nave principal son los buenos unidos a la Santa Sede; los otros son los enemigos que, con toda suerte de armas, intentan destruirla. Las dos columnas de salvación creo que son la devoción a María Santísima y al Santísimo Sacramento de la Eucaristía.
Don Rua no habló del Papa caído y muerto y tampoco lo hizo Don Bosco. Tan solo añadió: Has dicho bien. Sólo habría que corregir una expresión. Las naves del enemigo son las persecuciones. Se preparan situaciones gravísimas para la Iglesia. Lo visto hasta ahora es casi nada comparado con lo que vendrá. Sus enemigos son representados por las naves que intentan hundir, si lo consiguen, la nave principal. Sólo hay dos medios para salvarse de tanta confusión: Devoción a María y frecuencia de la Comunión, utilizando todos los medios y haciendo lo posible para practicarlos y hacerlos practicar por doquier y por todos. Buenas noches.
Las interpretaciones que los jóvenes hicieron de este sueño fueron variadísimas, de manera especial en lo que se refiere al Papa. Pero Don Bosco no añadió más explicaciones.
Entre tanto los clérigos Boggero, Rufino, Merlone y el Señor Chiala Cesare escribieron este sueño y nos quedan sus manuscritos. Dos fueron compilados al día siguiente de la narración del sueño y los otros dos, más tarde: pero todos están perfectamente de acuerdo y tan solo varía algún detalle, que unos cuentan y otros omiten.
Memorias Biográficas de San Juan Bosco, Vol. VII, Capítulo 18, pp. 169-172
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