Al comienzo no se trataba más que de algún porro en una fiesta, un consumo social que se sumaba a la dulce compañía que una buena lluvia de alcohol brindaba en los encuentros con amigos. Carolina era una adolescente temperamental y llena de argumentos para justificar cualquiera de sus actos. Una adolescente, en fin. “En 1998 empecé a consumir mucha cocaína, y también tomaba alcohol. Para 2007 ya me drogaba todos los días”, repasa hoy, a los 29 años, con su voz grave y unos ojos de cielo que traslucen los escombros de aquel estrago.
Usaba la cocaína para no comer, o para no dormir. Para ir a trabajar, para poder levantarse: “Entré en una vorágine; empecé a llegar tarde, a faltar. Después dejé el trabajo, ya no veía a mis amigas, y al final había días en que no volvía a dormir a casa”.
La pendiente estaba trazada, y Carolina la transitó sin detenerse. Para que ella y su hermana menor tuvieran algún ingreso, sus padres abrieron un quiosco, que en poco tiempo se convirtió en parada preferida de varios consumidores de drogas. Se puso de novia con un pibe que también consumía, y su abuso de la cocaína se disparó a las nubes. Hasta que un día, el cumpleaños de su mamá, no pudo levantarse de la cama. Una década de mentiras, de engaños consentidos y excusas increíbles se derrumbó de golpe.
Entonces empezaron las charlas sobre los efectos de las drogas, que “no eran tan malos”, y menos para ella que la tenía “controlada”. Impotente ante la degradación de su hija, Manolo arregló una entrevista en la Fundación Aylén, y logró que Carolina aceptara asistir a ella: dos días después la internaron para un tratamiento de recuperación. Fue en abril de 2009.
Respaldada por la ceguera de su mamá Cecilia, Carolina fue alejándose de las miradas torvas de Manolo. “A mamá le decía ‘mirame, estoy perfecta’, y en ese mismo momento estaba drogada.” “Yo estaba en otro mundo”, admite Cecilia, la mirada clavada en su taza de café. “Por eso en aquel cumpleaños quedé destruida: el estrés de ese trauma me desató una artrosis reumatoidea, y durante un año no dejé de llorar”, dice, y rompe en llanto. “No lo podía asumir. Mi marido y yo somos blanco y negro: él muy exigente, yo muy permisiva”, explica. A su lado, Manolo hace gestos: “Yo aguantaba, porque si no tenía que pelearme con las dos, empezando por la madre. Cuando el problema estalla, las diferencias que existen entre los padres se acentúan. Y muchos terminan separándose”. Cecilia lo interrumpe: “Es duro admitir que ese pensar distinto ayudó a que pasara lo que pasó”. Otra vez Manolo: “Mi mujer no puede desconfiar de sus hijos. Yo sí, y así pude rescatar a Caro”.
Su hija asiente: “Papá era el malo, a mamá le sacaba todo. En mi último tiempo con las drogas yo me daba cuenta de que él sabía algo, que me veía mal. Por suerte se me acercó, empezó a estar conmigo en el quiosco. Yo quería decirle que me estaba drogando con todo, pero no podía.” La dura voz de Manolo se resquebraja. “Siempre pensaba en una canción de José Luis Perales, en la que un marido habla del amante de su mujer, y cuenta el dolor de saberla en sus brazos. ‘Es un ladrón, que me ha robado todo’, dice la letra. Bueno –solloza– ese amor era mi hija, y el ladrón un sobre chiquito de polvo que te da infelicidad”. Silencio. Manos inquietas. Lágrimas.
“El tratamiento fue durísimo, pero fui saliendo”, se enorgullece Carolina. “Hace un año empecé a trabajar en un banco, en noviembre me mudé sola, y si todo sigue bien creo que en unos meses me darán el alta definitiva”. Entonces se asomará al futuro, una noción que hasta hace un tiempo no figuraba en sus mapas. En ese futuro, espera, habrá un título universitario y una familia propia. “Perdí mucho tiempo, no puedo regalar más nada”, evalúa. “Hay gente que puede consumir drogas sin engancharse. Pero otros somos más débiles, y debemos asumirlo. Tenemos que pelear contra un demonio que tenemos adentro. Y esa pelea se da todos los días.”
(fuente: www.entremujeres.com)
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