2. Del mismo modo, se ilustra el nacimiento de Isaac, en el origen del pueblo elegido.
A Abraham, privado de descendencia y ya en edad avanzada, Dios promete una posteridad numerosa como las estrellas del cielo (ver Gén 15,5). El patriarca acoge la promesa con la fe que revela al hombre el designio de Dios: «Y creyó él en el Señor, el cual se lo reputó por justicia» (Gén 15,6).
Las palabras que el Señor pronunció con ocasión del pacto establecido con Abraham confirman esa promesa: «Por mi parte he aquí mi alianza contigo: serás padre de una muchedumbre de pueblos» (Gén 17,4).
Acontecimientos extraordinarios y misteriosos destacan cómo la maternidad de Sara es, sobre todo, fruto de la misericordia de Dios, que da la vida más allá de toda previsión humana: «Yo la bendeciré, y de ella también te daré un hijo. La bendeciré, y se convertirá en naciones; reyes de pueblos procederán de ella» (Gén 17,16).
La maternidad se presenta como un don decisivo del Señor: el patriarca y su mujer recibirán un nombre nuevo para significar la inesperada y maravillosa transformación que Dios realizará en su vida.
3. La visita de tres personajes misteriosos, en los que los Padres de la Iglesia vieron una prefiguración de la Trinidad, anuncia de modo más concreto a Abraham el cumplimiento de la promesa: «Apareciósele el Señor en la encina de Mambré estando él sentado a la puerta de su tienda en lo más caluroso del día. Levantó los ojos y he aquí que había tres individuos parados a su vera» (Gén 18,1-2). Abraham objeta: «¿A un hombre de cien años va a nacerle un hijo?, ¿y Sara, a sus noventa años, va a dar a luz?» (Gén 17,17; ver 18,11-13). El huésped divino responde: «¿Es que hay algo imposible para el Señor? En el plazo fijado volveré, al término de un embarazo, y Sara tendrá un hijo» (Gén 18,14; ver Lc 1,37).
El relato subraya el efecto de la visita divina, que hace fecunda una unión conyugal, hasta ese momento estéril. Creyendo en la promesa, Abraham llega a ser padre contra toda esperanza, y padre en la fe porque de su fe desciende la del pueblo elegido.
4. La Biblia ofrece otros relatos de mujeres a las que el Señor libró de la esterilidad y alegró con el don de la maternidad. Se trata de situaciones a menudo angustiosas, que la intervención de Dios transforma en experiencias de alegría, acogiendo la oración conmovedora de quienes humanamente no tienen esperanza. Raquel, por ejemplo, «vio que no daba hijos a Jacob y, celosa de su hermana, dijo a Jacob: "Dame hijos, o si no me muero". Jacob se enfadó con Raquel y dijo: "¿Estoy yo acaso en el lugar de Dios, que te ha negado el fruto del vientre?"» (Gén 30,1-2).
Pero el texto bíblico añade inmediatamente que «entonces se acordó Dios de Raquel. Dios la oyó y la hizo fecunda, y ella concibió y dio a luz un hijo» (Gén 30,22-23). Ese hijo, José, desempeñará un papel muy importante para Israel en el momento de la emigración a Egipto. En éste, como en otros relatos, subrayando la condición de esterilidad inicial de la mujer, la Biblia quiere poner de relieve el carácter maravilloso de la intervención divina en esos casos particulares, pero, al mismo tiempo, da a entender la dimensión de gratuidad inherente a toda maternidad.
5. Encontramos un procedimiento semejante en el relato del nacimiento de Sansón. La mujer de Manóaj, que no había podido engendrar hijos, recibe el anuncio del ángel del Señor: «Bien sabes que eres estéril y que no has tenido hijos, pero concebirás y darás a luz un hijo» (Jue 13,3-4). La concepción, inesperada y prodigiosa, anuncia las hazañas que el Señor realizará por medio de Sansón.
En el caso de Ana, la madre de Samuel, se subraya el papel particular de la oración. Ana vive la humillación de la esterilidad, pero está animada por una gran confianza en Dios, a quien se dirige con insistencia para que la ayude a superar esa prueba. Un día, en el templo, expresa un voto: «¡Oh Señor de los ejércitos! (...), si no te olvidas de tu sierva y le das un hijo varón, yo lo entregaré al Señor por todos los días de su vida...» (1Sam 1,11).
Su oración es acogida: «El Señor se acordó de ella», que «concibió (...) y dio a luz un niño a quien llamó Samuel» (1Sam 1,19-20). Cumpliendo su voto, Ana entregó su hijo al Señor: «Este niño pedía yo y el Señor me ha concedido la petición que le hice. Ahora yo se lo cedo al Señor por todos los días de su vida» (1Sam 1,27-28). Dado por Dios a Ana, y luego por Ana a Dios, el niño Samuel se convierte en un vínculo vivo de comunión entre Ana y Dios.
El nacimiento de Samuel es, pues, experiencia de alegría y ocasión de acción de gracias. El primer libro de Samuel refiere un himno, llamado el Magnificat de Ana, que parece anticipar el de María: «Mi corazón exulta en el Señor, mi poder se exalta por Dios...» (1Sam 2,1).
La gracia de la maternidad, que Dios concede a Ana por su oración incesante, suscita en ella nueva generosidad. La consagración de Samuel es la respuesta agradecida de una madre que, viendo en su hijo el fruto de la misericordia divina, devuelve el don, confiando ese hijo tan deseado al Señor.
6. En el relato de las maternidades extraordinarias que hemos recordado, es fácil descubrir el puesto importante que la Biblia asigna a las madres en la misión de los hijos. En el caso de Samuel, Ana desempeña un papel trascendental con su decisión de entregarlo al Señor. Una función igualmente decisiva desempeña otra madre, Rebeca, que procura la herencia a Jacob (ver Gén 27). En esa intervención materna, que describe la Biblia, se puede leer el signo de una elección como instrumento del designio soberano de Dios. Es él quien elige al hijo más joven, Jacob, como destinatario de la bendición y de la herencia paterna y, por tanto, como pastor y guía de su pueblo. Es él quien, con decisión gratuita y sabia, establece y gobierna el destino de todo hombre (ver Sab 10,10-12).
El mensaje de la Biblia sobre la maternidad muestra aspectos importantes y siempre actuales. En efecto, destaca su dimensión de gratuidad, que se manifiesta, sobre todo, en el caso de las estériles; la particular alianza de Dios con la mujer; y el vínculo especial entre el destino de la madre y el del hijo.
Al mismo tiempo, la intervención de Dios que, en momentos importantes de la historia de su pueblo, hace fecundas a algunas mujeres estériles, prepara la fe en la intervención de Dios que, en la plenitud de los tiempos, hará fecunda a una Virgen para la Encarnación de su Hijo.
Juan Pablo II
Audiencia General del miércoles 6 de marzo de 1996.
(fuente: es.catholic.net)
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