Su madre me explicó que por la mañana Isabel se despertaba de muy mal genio y nunca lograba llevarla a la escuela a tiempo por sus tantos caprichos. Por esa razón le dejaba ponerse lo que quisiera.
El temor a la reacción de los hijos, a veces, hace que los padres se inclinen hacia una renuncia de su propio papel y de una clara posición respecto a la orientación y educación de los hijos para asumir el de amigos de sus hijos. Adoptando esta actitud pretenden ser abiertos, comprensivos y dispuestos al diálogo paritario absteniéndose en hacer correcciones o dictar normas incluso cuando sería necesario recurrir a éstas para educarles o, por lo menos, para evitar peligros. Tal actitud perjudica a los hijos. Por un lado pierden los seguros –aunque a veces desagradables– puntos de referencia para evaluar la realidad y ser dueños del propio comportamiento y, por otra parte, pierden la función de los padres que se han convertido en amigos.
Pero ¿por qué los padres muchas veces prefieren ceder para evitar el conflicto? Quizás se evita el conflicto por considerarlo negativo, o porque se piensa no poseer los recursos para manejar la situación, o se cree que un conflicto puede traumar a los hijos, o simplemente se evita la discusión por comodidad.
La convicción de que las actitudes de los padres –sobre todo las severas– influyen fuertemente en el desarrollo psicológico de los hijos, ha difundido un miedo general a la disciplina y con esto a la autoridad, por lo que se cree que un estilo de relación afectuoso, comprensivo, flexible y privado de normas, crea un clima en el que las personas se desenvuelven más libremente y con más espontaneidad. Tales condiciones se estiman como necesarias para crecer en autonomía y con bienestar.
Pero quizás haya una causa más profunda a esa ‘prohibición a prohibir’. Esa se encuentra en la inseguridad acerca de la validez del código ético normativo que los padres deberían proponer así como por la dificultad a exigirse ellos primero para luego exigir a los demás. Probablemente la dificultad proviene también de una incapacidad de parte de los adultos de lograr transmitir con la experiencia valores, ya que ellos no los han asimilado y hecho propios. Ese miedo, a veces, lleva a los padres a asumir un estilo educativo autoritario o permisivo.
En la educación, el autoritarismo supone un abuso especialmente condenable porque no favorece el desarrollo del educando y la consecución de la verdadera autonomía, sino al contrario esteriliza el crecimiento de la personalidad. En esa actitud, de hecho, se considera que no se puede correr el riesgo de que la gente sea libre porque actuaría mal. Implícitamente se afirma que la libertad y el crecimiento personal son menos importantes que asegurar que ésa se use como nosotros queremos.
Pero también el permisivismo perjudica en los educandos el desarrollo de la libertad puesto que ésta se entiende sólo como liberación de todo esfuerzo, de toda norma, principio o compromiso. El estilo educativo permisivo, al proclamar que todo es indiferente porque no es ni bueno ni malo, no estimula la iniciativa de la persona para alcanzar algo bueno. Una educación permisiva no incentiva ni el crecimiento ni el desarrollo de la estima personal de los hijos porque cualquier ilusión que tiene un hijo se desvanece mucho antes de que, con su contribución, pudiera realizarse. Además no permite al educando desarrollar una voluntad fuerte, elemento imprescindible en la búsqueda de la felicidad. Una educación permisiva tiene efectos tan desastrosos como la autoritaria, ya que el educando piensa poder satisfacer todos sus deseos y no se acostumbra a tener un hábito de renuncia a las pequeñas dificultades de la vida diaria.
Es bueno preguntarse si los pequeños contratiempos, los pequeños fracasos o las pequeñas frustraciones son malos. Recientemente, un famoso pediatra francés, A. Naouri, ha criticado la pedagogía que nace en los años sesenta según la cual los padres no deberían negar nada a los niños, sino que tendrían que convertirlos en el valor supremo en torno al cual girara su vida. Muy al contrario, el autor, se presenta como un firme defensor de la frustración precoz de los hijos como motor de la educación.
Hace algunos años, trabajaba como profesora ayudante en la Universidad. Me pidieron cubrir una baja. Faltaba poco para el examen final cuando recibí un mail donde se me preguntaba cual era el programa especifico para el examen. Nunca he sido buena para recordar los nombres y poner caras, pero aquel nombre no me sonaba de nada. Después de varias investigaciones me enteré que el mail había sido enviado por la madre de mi alumna.
En varios países de lengua anglosajona se habla de padres helicóptero para referirse al comportamiento de algunos padres que parecen revolotear encima de sus hijos, rara vez fuera de su alcance, y bajan en picada apenas detectan alguna dificultad, sea necesaria o no su ayuda. También se habla de padres quitanieves para describir a los padres que tratan de barrer todos los obstáculos de los caminos de sus hijos manteniéndolos alejados de situaciones peligrosas. Si puede ser más comprensible la supervisión y –a veces- su exceso en la etapa infantil, sorprende este extremo desvelo en la juventud. Cabe entonces preguntarse sobre la paradoja de un padre que desea ayudar a su hijo para lograr el éxito al mismo tiempo que le socava su autoestima a través de la prevención de cualquier riesgo sin dejarle experimentar las consecuencias de sus propias acciones.
La gestión de riesgos es una habilidad clave y un logro educativo. Los padres helicóptero a menudo restringen las actividades de sus hijos. Junto con la supervisión constante de los hijos convive una extrema aversión al riesgo y una paranoia desproporcionada acerca de los peligros de la vida. Como consecuencia, los niños son alentados a pasar más tiempo en casa –por ejemplo viendo la televisión o chateando– en lugar de explorar y aprender en otros ambientes.
Me pregunto si la pequeña Isabel un día será “Isabel la grande”, la chica que va a la Universidad. La misma niña a la que se le concedía todo a costa de que fuera a la escuela, ahora no sabe, no puede y quizás no quiere gestionar su vida. ¿Es esta la “libertad” que los padres queremos para nuestros hijos?
Seguro que no. Entonces hagamos un examen de conciencia acerca de nuestro estilo educativo y corrijamos lo que haga falta por el bien de nuestros hijos.
• ¿Tengo un proyecto educativo para mi hija/o? ¿Lo comparto con mi esposo-a?
• ¿Tengo miedo a las reacciones de mi hija/o e intento evitarlas o se mantener la situación bajo control sin escaparme?
• ¿Dejo a mi hija/o un margen de prueba y de error o intento con todos mis esfuerzos evitarle cualquiera frustración?
• Pero especialmente: ¿Estoy convencido que detrás de las normas que exijo hay un proyecto más grande? ¿Un valor al que no se puede renunciar? ¿O las normas me sirven –en el fondo- para sentir que tengo la situación bajo control?
¡Ánimo!
BIBLIOGRAFIA
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• Sarramona, J. (1993). Cómo entender y aplicar la democracia en la escuela, Barcelona: Ceac
escrito por Maria Grazia Gualandi
Licenciada en Ciencias de la Educación, con especialidad en Educación de adultos.
Doctora en Educación por la Universidad de Navarra.
Licenciada en Ciencias de la Educación, con especialidad en Educación de adultos.
Doctora en Educación por la Universidad de Navarra.
(fuente: www.protegetucorazon.com)
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