Después de haber considerado la paternidad de Dios y nuestra condición de hijos, damos ahora un paso adelante. El n. 2794 del Catecismo nos explica que el cielo que mencionamos en el Padre Nuestro: "no significa un lugar ["el espacio"] sino una manera de ser; no el alejamiento de Dios sino su majestad. Dios Padre no está "en esta o aquella parte", sino "por encima de todo" lo que, acerca de la santidad divina, puede el hombre concebir. Como es tres veces Santo, está totalmente cerca del corazón humilde y contrito.
"No pretendo hacer un discurso teológico, sino sólo sugerir las resonancias interiores que podrían suscitar en nuestra mente y en nuestro corazón las palabras "Padre Nuestro, que estás en el cielo", de tal manera que al rezar la oración que el Señor nos enseñó lo hagamos con pleno sentido.
En síntesis, al decir: "Padre Nuestro que estás en el cielo":
- Soñar con el cielo que nos espera; Dios es el cielo.
- Gustar su presencia y cercanía en la intimidad de nuestro corazón.
- Renovar nuestra decisión de seguir a Cristo: el Camino al cielo.
Lo desarrollo un poco:
1. Cultivar el deseo del cielo; alimentar la nostalgia de eternidad.
Sueño mucho con el cielo, realmente lo deseo, y mucho. Es lo que más deseo: la posesión eterna de Dios en el cielo, la intimidad de vida con la Trinidad para siempre, sin posibilidad de perderla.
Por el pecado fuimos desterrados de la patria celestial (Gn 3) y por eso Cristo bajó del cielo para llevarnos de nuevo con Él a la Casa del Padre. De allí venimos y allá queremos volver. Es allí donde Dios nos tiene preparada una morada (Jn 14,2-3).
El cielo nos remite al misterio de la Alianza de Dios con los hombres, a su plan de amor para nosotros. En la tierra transcurre nuestra vida temporal, pero somos ciudadanos del cielo, somos de Dios y para Dios. Por eso hemos de "aspirar a las cosas de arriba, no a las de la tierra." (Col 3,2)
Cada vez que rezamos el Padre Nuestro cultivamos ese deseo profundo de cielo, es decir, de volver al seno del Padre y permanecer allí junto a Él y en Él para siempre.
2. Recordar que el cielo está dentro de nuestro corazón. Un llamado al recogimiento.
«El "cielo" bien podría ser también aquéllos que llevan la imagen del mundo celestial, y en los que Dios habita y se pasea» (San Cirilo de Jerusalén, Catecheses mystagogicae, 5, 11).
Dios no habita "allá arriba" sino "aquí adentro". "El santuario de Dios es sagrado, y vosotros sois ese santuario." (1 Cor, 3,17)
Jesucristo dijo a la mujer samaritana: "el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna.» (Jn 4, 14) Es decir, el Reino de Dios está dentro de nosotros (cf. Lc 17, 21).
Así, el recuerdo del cielo en el Padre Nuestro es un reclamo a la interioridad, a recogernos en el silencio de nuestro corazón, en nuestro escondite interior (cf Mt 6,6), para encontrar allí a Dios. No es necesario recurrir a representaciones celestes inalcanzables, lo tenemos no sólo cerca, sino dentro. El Dios que está sobre todas las cosas, está dentro de todas las cosas y de manera muy especial, dentro del corazón humano. El cielo es la posesión de Dios y la comunión con Él, por eso la relación de amistad íntima con Dios en el propio corazón es una antesala del cielo.
Al pronunciar esas palabras alegra y llena de esperanza recordar que Dios es cercano, como dijo San Agustín: "más íntimo a mí que yo mismo", y que "Los ojos de Yahveh están sobre quienes le temen, sobre los que esperan en su amor, para librar su alma de la muerte, y sostener su vida en la penuria. Nuestra alma en Yahveh espera, él es nuestro socorro y nuestro escudo; en él se alegra nuestro corazón, y en su santo nombre confiamos." (Salmo 33, 18-21)
3. Renovar nuestra vocación a la santidad: seguir e imitar a Cristo.
Estamos ocupados en mil cosas del quehacer diario, estirados por las relaciones sociales, las cosas materiales, los problemas de la vida, etc. El trajín nos absorbe. En medio de tanto ruido es bueno rezar el Padre Nuestro, salir del círculo de nuestro egoísmo y entrar en la inmensidad y en la intimidad de Dios.
Cuando "Yahveh dijo a Abram: «Sal de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré." (Gn 12, 1) y cuando escuchamos a Jesús decirnos: "No me toquen, aún no he subido al Padre" (cf. Jn 20,17), hemos de entender que esa tierra a donde debemos ir y ese lugar a donde hemos de subir con Cristo es el de la santidad de vida, la identificación con Él. Es un avanzar y un ascender en sentido místico.
Por la encarnación, el Verbo lleno de amor desciende y abraza nuestra humanidad para ofrecernos la redención, y con ella abrirnos las puertas del cielo. Con su muerte y resurrección, la muerte ha sido vencida, Jesús nos ha obtenido la vida eterna. En la Ascensión, Jesús retorna al Padre llevando consigo su humanidad glorificada. La victoria es definitiva. Con el Hijo de Dios el Hombre se introduce en el cielo. Y desde el cielo, Su filiación –somos hijos en el Hijo (cf. Benedicto XVI, 23/V/2012)- nos arrastra al Padre consigo. Desde ahora, el cielo está abierto y nos llama; el camino lo conocemos: es Él, Cristo. Él es el Camino, la Verdad y la Vida. (cf. Jn 14,6) En la medida en que le amamos y nos transformamos en Él, ascendemos a su encuentro, nos adentramos en la Vida, vivimos plenamente en la Verdad del hombre, llamado por naturaleza a hallarse en Dios. Esta idea la desarrolla magistralmente el P. Jean Corbon en su libro "Liturgia fontal".
Cada vez que rezamos el Padre Nuestro le decimos al Padre: Quiero llegar a donde estás tú, pero no quiero esperar hasta entonces, quiero ser ahora como tu Hijo Jesucristo, por ello me propongo alejarme de todo pecado, caminar contigo, vivir en gracia, ser todo tuyo.
escrito por P. Evaristo Sada, L.C.
(fuente: www.la-oracion.com)
No hay comentarios:
Publicar un comentario