Buscar en mallinista.blogspot.com

miércoles, 10 de julio de 2013

"Ten confianza, hijo, tus pecados te son perdonados"

Evangelio según San Mateo 9, 1 – 8
 “Jesús subió a la barca, atravesó el lago y regresó a su ciudad. Entonces le presentaron a un paralítico tendido en una camilla. Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico: "Ten confianza, hijo, tus pecados te son perdonados". Algunos escribas pensaron: "Éste hombre blasfema". Jesús, leyendo sus pensamientos, les dijo: "¿Por qué piensan mal? ¿Qué es más fácil decir: 'Tus pecados te son perdonados', o 'Levántate y camina'? Para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados dijo al paralítico levántate, toma tu camilla y vete a tu casa". Él se levantó y se fue a su casa. Al ver esto, la multitud quedó atemorizada y glorificaba a Dios por haber dado semejante poder a los hombres.”


Jesús subió a una barca, cruzó a la otra orilla y llegó a Cafarnaúm, su ciudad.

Le presentaron un paralítico sobre una camilla, inmóvil, imposibilitado de vivir y defenderse solo en la vida. Viendo la fe que tenían, Jesús dijo al paralítico: "¡Animo, hijo! Se te perdonan tus pecados". Mientras Marcos (2, 4) y Lucas (5, 19) insertan aquí los detalles de la camilla bajada desde el techo, Mateo va directamente a lo esencial: el perdón de los pecados. Hasta aquí hemos visto a Jesús curando enfermos, dominando los elementos materiales, venciendo los demonios; y he aquí que ¡también perdona los pecados! No debo pasar rápidamente sobre estas palabras ni sobre la actitud de Jesús que ellas expresan.

¿Qué pensaste entonces, Señor, cuando por primera vez dijiste "se te perdonan tus pecados"'? Entonces algunos escribas o letrados dijeron interiormente: "Este blasfema". Es Verdad que ese poder está reservado a Dios. Pues el pecado atañe a Dios ante todo. Al hombre moderno, en general, le cuesta entrar en esta concepción. Vemos, más o menos, que el mal nos atañe, que somos nosotros los dañados por él. Constatamos que, a veces, son los demás los dañados, que les hace mal. Pero es importante captar que también Dios es vulnerable, en cierta manera. Es una cuestión de amor. Porque nos ama. Dios se deja "herir" por nuestros pecados. Señor, haz que comprendamos esto mejor. Para que comprendamos mejor también el perdón que nos concedes.

Para que vean que el Hijo del hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados, dijo entonces al paralítico: ponte en pie, carga con tu camilla y vete a tu casa.

Los escribas pensaban que la enfermedad estaba ligada a un pecado. Jesús denunció esa manera de ver (cfr. Jn 9, 1-41: "ni él ni sus parientes pecaron para que se encuentre en este estado"). Pero Jesús usa aquí la curación corporal, perfectamente constatable, para probar esa otra curación espiritual, la del alma en estado de pecado.

Los sacramentos son signos visibles que manifiestan la gracia invisible.

En el sacramento de la Penitencia, el encuentro con el ministro, el diálogo de la confesión y la fórmula de absolución, son los "signos", del perdón. Hoy, uno se encuentra, a menudo con gente que quisiera reducir esta parte exterior de los sacramentos: "¡confesarse directamente a Dios!" De hecho, el hombre necesita signos sensibles. Y el hecho de que Dios se haya encarnado, es el gran Sacramento; hay que descubrir de nuevo el aspecto muy humano del sacramento.

Jesús pronunció fórmulas de absolución: "tus pecados son perdonados". E hizo gestos exteriores de curación: "levántate y vete a tu casa". De otro modo, ¿cómo hubiera podido saber el paralítico, que estaba realmente perdonado?

Al ver esto el gentío quedó sobrecogido y alababa a Dios, que da a los hombres tal autoridad.

El final de la frase de Mateo es ciertamente intencionada. Amplía voluntariamente la perspectiva: no se trata solamente del "poder" que Jesús acaba de ejercer, sino también del que ha confiado a "unos hombres", en plural. Mateo vivía en comunidades eclesiales donde ese poder de perdonar era ejercido, de hecho, por pobres pecadores, a quienes se les había conferido ese poder pero, al fin y al cabo, hombres como los que iban a pedir el perdón. La Iglesia es la prolongación real de la Encarnación: como Jesús es el gran Sacramento -el Signo visible de Dios-, así la Iglesia es el gran Sacramento visible de Cristo. La Iglesia es la misericordia de Dios para los hombres.

«Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa»

Hoy encontramos una de las muchas manifestaciones evangélicas de la bondad misericordiosa del Señor, que nos muestra su misericordia doblemente: ante la enfermedad del cuerpo y ante la del alma. Y, puesto que el alma es más importante, Jesús comienza por ella. Sabe que el enfermo está arrepentido de sus culpas, ve su fe y la de quienes le llevan, y dice: « ¡Animo!, hijo, tus pecados te son perdonados» (Mt 9,2).

¿Por qué comienza por ahí sin que se lo pidan? Está claro que lee sus pensamientos y sabe que es precisamente esto lo que más agradecerá aquel paralítico que, probablemente, al verse ante la santidad de Jesucristo, experimentaría confusión y vergüenza por las propias culpas, con un cierto temor de que fueran impedimento para la concesión de la salud. El Señor quiere tranquilizarlo.

No le importa que los maestros de la Ley murmuren en sus corazones. Más aún, forma parte de su mensaje mostrar que ha venido a ejercer la misericordia con los pecadores, y ahora lo quiere proclamar. Y es que quienes, cegados por el orgullo, se tienen por justos, no aceptan la llamada de Jesús; en cambio, le acogen los que sinceramente se consideran pecadores. Ante ellos, Dios se abaja perdonándolos. Como dice san Agustín, «es una gran miseria el hombre orgulloso, pero más grande es la misericordia de Dios humilde». Y, en este caso, la misericordia divina todavía va más allá: como complemento del perdón le devuelve la salud: «Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa» (Mt 9,6). Jesús quiere que el gozo del pecador convertido sea completo.

Nuestra confianza en Él se ha de afianzar. Pero sintámonos pecadores a fin de no cerrarnos a la gracia.

En este pasaje Jesús nos hace ver la importancia de la comunidad en nuestra vida de conversión. Nos encontramos con un hombre que, por sí solo, no podía llega hasta Jesús. Son sus amigos quienes han hecho posible que tuviera este encuentro. Cada uno de nosotros puede ser el instrumento para llevar a Jesús a aquellos que están impedidos para hacerlo. Y cuando me refiero a "impedidos", este impedimento no tendría que ser forzosamente físico. Hoy nos encontramos con tantos hermanos que, debido a una falta de formación religiosa o a experiencias negativas en su vida de fe, se encuentrna "inválidos" y no pueden caminar hacia una conversión profunda. Invitarlos con frecuencia a nuestras reuniones de oración, a nuestras asambleas, a un retiro, a una charla religiosa, a ir a misa con nosotros... en una palabra, a facilitarles el camino hacia Jesús, es mostrarnos verdaderamente como amigos, como hermanos, como apóstoles en el sentido auténtico de la palabra.

Creo que no hay una experiencia más gratificante que el llevar a una persona al encuentro de Jesús, de manera particular al sacramento de la confesión, en donde él escuchará como este paralítico: "Ten confianza hijo, tus pecados te son perdonados"; lo que le permitirá levantarse y caminar hacia la Luz.

La salvación que Cristo quiere para la humanidad es integral, de cuerpo y de espíritu. El signo externo -la curación de la parálisis- es el símbolo de la curación interior, la liberación del pecado. Hoy Jesús nos muestra su poder sobre el mal más profundo: el pecado. ¿Cuántas veces nos ha curado Cristo a nosotros, diciéndonos «ponte en pie y camina»? Todos sufrimos diversas clases de parálisis. Por eso nos gozamos de que nos alcancen una y otra vez la salvación de Jesús a través de la mediación de la Iglesia. Esta fuerza curativa de Jesús nos llega, por ejemplo, en la Eucaristía, porque somos invitados a comulgar con «el que quita el pecado del mundo». Y, sobre todo, en el sacramento de la Reconciliación, que Jesús encomendó a su Iglesia: «a los que perdonáreis los pecados les serán perdonados».

Jesús nos quiere con salud plena. Con libertad exterior e interior. Con el equilibrio y la alegría de los sanos de cuerpo y de espíritu. Ha venido de parte de Dios precisamente a eso: a reconciliarnos, a anunciarnos el perdón y la vida divina. Y ha encomendado a su Iglesia este mismo ministerio.

Esta sí que es buena noticia. Como para dar gracias a Dios por su amor y por habernos concedido en su Hijo y en la Iglesia estos signos de su misericordia. También nosotros, como la gente que presenció el milagro de Jesús y su palabra de perdón, reaccionamos con admiración siempre nueva: «la gente quedó sobrecogida y alababa a Dios, que da a los hombres tal potestad».

En esto, intentaban acercarle un paralítico echado en un catre. Viendo la fe que tenían, Jesús dijo al paralítico: -¡Animo, hijo! Se te perdonan tus pecados.

El «paralítico», el hombre incapaz de toda actividad, es el muerto en vida. Curar a un paralítico es dar al hombre la posibilidad de caminar, de elegir su vida, de ejercer su actividad.

Son varios los que presentan el paralítico a Jesús, y Jesús «ve» su fe. Sin embargo, se dirige sólo al paralítico para anunciarle que sus pecados están cancelados. «Los pecados» en Mateo significan el pasado pecador del hombre, antes de su encuentro con Jesús. La fe en Jesús, que es la adhesión a él y a su mensaje, cancela el pasado pecador del hombre, le da una nueva oportunidad de vida; significa un nuevo comienzo. Existe en el texto una aparente incoherencia: mientras Jesús «ve la fe de ellos», dirige sus palabras únicamente al paralítico. Dado que la fe es la que obtiene la liberación del pasado, esto significa que la figura del paralítico incluye las de sus portadores; representa así a los hombres en su condición de muerte y en su deseo de salvación. Los portadores expresan el anhelo por encontrar salvación en Jesús; el paralítico, la situación concreta de los hombres. Jesús lo exhorta a confiar («Animo») y lo llama «hijo», término que se aplica a los israelitas (15,26). Jesús considera a este hombre como miembro de Israel.

Entonces algunos letrados se dijeron: Éste blasfema. Jesús, consciente de lo que pensaban les dijo: ¿Por qué piensan mal? A ver, ¿qué es más fácil decir: «se te perdonan tus pecados» o decir «levántate y comienza a caminar»? Pues para que sepan que el Hijo del hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados...

Aparecen los letrados hostiles a Jesús, cuya enseñanza se apoya en la tradición. Sin expresarlo en voz alta, juzgan que Jesús blasfema, es decir, que insulta a Dios atribuyéndose una función divina. Jesús intuye lo que piensan y los desafía proponiendo la curación del paralítico como prueba de su autoridad para perdonar pecados. El sujeto que posee la autoridad es «el Hombre» (cf. 8,20), el Hijo de Dios (3,16s), que es el «Dios entre nosotros» (1,23).

La doctrina sobre la trascendencia de Dios había cavado tal abismo entre él y los hombres, que resultaba imposible para los letrados admitir que el Hombre pudiese tener condición divina. La autoridad de Jesús es universal, se ejerce «en la tierra», lugar de habitación de la humanidad.

Jesús, con su sola palabra, cura al paralítico. La curación significa el paso de la muerte a la vida («levántate», verbo aplicado a la resurrección). El hombre, muerto por sus pecados, no solo es liberado de ellos sino que empieza a vivir. La fuerza del argumento propuesto por Jesús («para que vean») está en esto: la vida y libertad que Él comunica al hombre (hecho constatable) prueban que éste ya no depende de su pasado (cancelar los pecados), sino que es dueño de lo que antes lo tenía atado (carga con tu camilla).

Los circunstantes son «multitudes» determinadas, alusión a las que lo siguieron después del discurso en la montaña (8,1). Su reacción es de temor y, al mismo tiempo, de alegría. Alaban a Dios por haber concedido tal autoridad «a los hombres». Esta última expresión, en paralelo con «el Hijo del hombre», muestra que «el Hijo del hombre» es una condición que puede extenderse a otros. De hecho, como aparecerá más tarde, el destino del «Hijo del hombre» será el de sus discípulos (16,24s); su autoridad será comunicada a los suyos (18,18).

El texto nos dice que Jesús se admira de la fe que tenían los que llevaban al hombre paralítico; es decir, reconocían la cercanía del Reino de Dios, lo cual suponía dar fe al que lo anunciaba, a Jesús. Esta disposición funda las palabras que Jesús dirige al paralítico: "¡Animo, hijo!, tus pecados te son perdonados". Estas palabras están llenas de cariño y afecto y expresan el ámbito universal de su mensaje que no hace diferencias entre hombres y pueblos porque su mensaje rompe con las barreras que ha puesto Israel al considerarse pueblo elegido y por tanto los únicos hijos de Dios.

El milagro es una obra en respuesta a la fe, en este caso del paralítico. Por otra parte, la fe en Jesús es una confesión implícita del pecado y de la disposición al arrepentimiento. Las enfermedades, los dolores y aflicciones de la condición humana eran considerados consecuencia del pecado, y el perdón de los pecados suprime las raíces del mal.

Las palabras de Jesús son sorprendentes. Se habría esperado que hubiera curado al paralítico, pero lo que hace es declarar perdonados sus pecados. Teniendo en cuenta lo anterior, se podría decir que la parálisis no es tanto una invalidez física cuanto una invalidez del espíritu del hombre provocada por el peso de su propio pecado. De esta manera, el milagro es algo más que una manifestación maravillosa; es, ante todo, un símbolo y una prenda del proceso salvífico que se ha iniciado en Jesús. Esta concepción del milagro escandaliza a los letrados que ven en las palabras de Jesús una afirmación de prerrogativas divinas.

Ante la actitud de los letrados, Jesús responde: ¿qué es más fácil: decir que se perdonan los pecados o mandar al enfermo que se levante y camine? Con esto Jesús hace algo completamente nuevo: que el paralítico se levante, tome su camilla y regrese a su casa. Todos son signos de salud total, del paso de la muerte a la vida; y de esta manera volver a caminar es volver a vivir. La curación del paralítico es la prueba decisiva de la autoridad de Jesús y el rechazo a la acusación de blasfemia. Jesús demostrará sin lugar a dudas que Dios está con él y él con Dios.

escrito por Padre Gabriel Camusso 
(fuente: www.radiomaria.org.ar)

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...