La narración del rey que a pesar de sus grandes riquezas tenía una profunda espiritualidad nos hace notar la necesidad de evitar que el ambiente externo apague la llama de nuestro espíritu, de nuestra interioridad. Esto se consigue principalmente viviendo el silencio de los sentidos (como dijimos en el capítulo anterior).
El segundo grado del silencio
En el día de hoy deseamos añadir su parte complementaria. Es decir, nos centraremos en la llama de luz interior como criterio moderador de las acciones externas. Si queremos alcanzar la paz y serenidad interior, necesitamos concentrarnos en la llama. Y cuanto más concentrados en la llama, menos nos preocuparemos o distraeremos con las cosas de fuera.
Es lo que se llama silencio psicológico. El silencio no pide una separación del mundo exterior, sino un cambio de horizontes en la recepción de lo externo y en el modo de expresar lo interiorizado.
El silenciamiento psicológico consiste primariamente en liberarse de toda atadura a causa de las cosas y personas. Todas las realidades exteriores no hacen ruido mientras podamos mantener la libertad de tomarlas o dejarlas.
El peligro de los apegos
Generalmente creemos que apegándonos a algo lo hacemos nuestros, pero sucede lo contrario, ya que es la cosa o persona la que se vuelve poseedora de nosotros, la que, incluso, nos esclaviza. Esto sucede cuando nuestra atención y nuestras energías están acaparadas por sus voces, que son tan fuertes que ya no escuchamos la nuestra.
El apego limita nuestra vida. Sucede que cuando nos apegamos a algo, por ejemplo, al dinero, a un amigo, a una idea o modo de pensar, a un recuerdo, al deseo de poder, de fama, o de reconocimiento, a un apostolado o a un destino, vamos dejando de escuchar no sólo a nuestro interior, sino también a los demás y perdemos la comunicación con ellos pues estamos centrados en el apego.
El hombre apegado a sus cosas se vuelve egoísta, porque se confunde con ellas, y entonces no quiere perderlas para no perder lo que cree ser. Centrado en el apego, se pierde el amor, porque el amor no excluye nada ni a nadie. Sin amor todo es puro ruido.“Si no tengo caridad soy como una hojalata que suena o unos platillos que aturden” (1 Cor 13,1).
El único apego del cristiano
El seguidor de Jesucristo está llamado a centrar toda su vida en Dios y en el cumplimiento de su voluntad. Para poner atención plena a algo, se necesita liberarse de los apegos. Saber silenciar las cosas y las personas que nos rodean es camino necesario para llegar al interior. Mantengamos la atención hacia dentro de nosotros y no permitamos que los ruidos nos mantengan casi siempre fuera de nuestra casa personal.
Las caras del silencio psicológico
La finalidad última del silencio ambiental es ayudarnos a llegar hasta nuestro yo profundo, solitario, allí donde cada uno de nosotros sabe que es distinto de todo y de todos, irrepetible, único y con nombre propio, dueño de su vida, incluso frente a Dios.
La primera cara del silencio psicológico consiste en el dominio interior de los estímulos externos. Veamos ahora la segunda. Es decir, dominar hacia el exterior los ruidos interiores.
El hombre interiormente ruidoso
Cuando tenemos los nervios de punta todo se nos vuelve estridente. El quisquilloso, o el que está tenso, son personas ruidosas en sí mismas, susceptibles porque les cala hondo todo lo que reciben y como no tienen recursos para eliminar los ruidos, reaccionan negativamente.
Cuando una persona no ha llegado a su yo profundo, cuando no se ha hecho suficientemente presente a sí mismo, la presencia de las cosas podrá despersonalizarle más y más. Por ello, debemos descubrir los ruidos que tenemos en nuestro interior, que frecuentemente son más fuertes que los externos y que hacen que estos nos ensordezcan. El hombre ruidoso interiormente se hará más ruidoso con el ruido exterior.
El silenio y el cuerpo
Nuestro cuerpo es nuestro hogar; todo se refleja en él, no favorece al silencio el moverse continuamente. Un cuerpo silencioso es un cuerpo distendido, sereno en el que no grita ningún miembro u órgano para que le hagamos caso.
Sabemos que el rostro es el espejo del alma. Así, el ruido interior de la ira y el odio se reflejan en los ojos, en el ceño, en la boca. El ruido interior del nerviosismo y el temor pueden verse en el sudor de las manos, en el temblor de los labios, en la palidez del rostro. El del asco o disgusto se pueden manifestar en el labio superior que se tuerce de un lado y la nariz que se frunce. El ruido de la tristeza se palpa en las lágrimas, en unos labios lánguidos, en unos ojos sin brillo.
Por el contrario, ¿por qué hay personas, quienes no se inmutan ante las injurias o las impaciencias de los demás y terminan adueñándose del corazón de todos? Porque son conscientes de lo que sienten interiormente. Sentir conscientemente frenará el torbellino desordenado y obsesionante de ideas, preocupaciones, emociones y recuerdos negativos, que se alejarán de uno poco a poco.
El hombre de silencio
Hombre silencioso es aquel a quien los ruidos exteriores físicos o psicológicos no lo sacan de su centro, aquel a quien las personas y las cosas no lo desinteriorizan, no le hacen perder la conciencia de lo que es y de lo que quiere, ni le hacen perder el amor, la unión con Dios, el dominio de sí mismo, el gozo de la vida; aquel que no vive volcado en todo aquello que le estimula o excita los sentidos.
En resumen, el ser cristianos auténticos no impide que nuestra personalidad y psicología puedan estar llenas de imágenes, de estímulos externos, de personas que hacen ruido en nuestro interior y que distraen nuestra atención que debería polarizarse solo en Cristo. Trabajemos conscientemente para deshacernos de todo lo que nos sobra.
P. Juan Carlos Ortega, L.C.
(fuente: www.la-oracion.com)
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