La tribu vive momentos difíciles en Chimpay. Por una parte, Namuncurá administra y distribuye rigurosamente su sueldo de Coronel entre su gente. Alcanzan malamente a comer y no hay datos de que murieran de hambre o pestes como otras agrupaciones, pero no escapan a la miseria.
Los indígenas carecen de la agricultura, no tienen ya ganados, el territorio asignado es extremadamente pequeño (apenas tres leguas) por el Estado Argentino, de modo que no hay mayores posibilidades de desarrollo. Namuncurá solicita diez leguas de hábitat al Senado de la Nación. El Senado concederá finalmente ocho leguas, con una cláusula tramposa, por la cual se define que se podrán otorgar también tierras situadas en otro lugar conveniente (será la excusa para trasladar a la tribu).
Entre tanto, Ceferino, se da cuenta de la situación de “postración” y decadencia que vive su gente. Advierte que -de continuar las cosas así- se acerca el momento de la disolución y desaparición de su pueblo. Y entonces habla con su padre. Con una intuición sorprendente para un chico de once años, le dice a Namuncurá: “Padre, las cosas no pueden seguir así. Quiero estudiar para ser útil a mi gente”.
Aunque no ha tenido demasiado contacto con el blanco (tal vez en la Pulpería de los Matteuzi u ocasionalmente con algunos soldados del Fuerte), Ceferino se da cuenta que hay que iniciar una nueva etapa, abrirse al diálogo con la cultura blanca, integrar nuevos elementos a su identidad mapuche.
Y parte con su padre y una pequeña comitiva. Sale de su tierra, como Abraham, con un gran dolor en el corazón. Pero también con la esperanza de nuevos horizontes. Va con él su padre, Don Manuel y algún primo que también mandan a estudiar. Van de a caballo hasta Choele Choel. Desde allí, seguirán con la Galera de Mora, hasta Río Colorado. Y allí tomarán el tren, rumbo a Buenos Aires. Con muchos interrogantes y con una ilusión prendida en el corazón.
CEFERINO EN BUENOS AIRES
Don Manuel Namuncurá, después de asesorarse, decide colocar a Ceferino en una Escuela-Taller de la Marina en El Tigre, donde ingresa como aprendiz de carpintería. Sin embargo, cuando vuelve después de unos días a visitarlo, Ceferino le expresa que no se siente bien en ese ambiente y que, por favor, lo retire.
Namuncurá accede a los deseos de su hijo y decide aconsejarse con el Dr. Luis Sáenz Peña. Este le habla de la acción educativa de los salesianos y el Cacique se dirige, entonces, al Colegio Pío IX de Almagro. Allí Ceferino es aceptado e ingresa el 20 de septiembre de 1897. Cuando Don Manuel lo visita algunos días después, Ceferino le demuestra que se siente plenamente feliz y que desea quedarse a estudiar en esa escuela.
Y desde el primer momento, en efecto, Ceferino se pone todas las pilas para aprovechar al máximo lo que en ese ambiente se le ofrece. Ante todo, estudia intensamente y con tenacidad el castellano. Trata de irse poniendo al día en las materias propias de su curso. Participa también de otros aspectos de la vida del colegio. Integra el coro con, entre otros, quien sería conocido y reconocido años más tarde como Carlos Gardel, gran intérprete de la música ciudadana. Es miembro activo de la Compañía del Angel Custodio (luego pasará a otras agrupaciones juveniles).
Y también en el patio, nunca deja de tomar parte en el juego, junto a sus compañeros. Es decir, trata de adaptarse a todas las exigencias de su nueva vida. Aunque inmediatamente se gana el respeto y el aprecio de la gran mayoría de sus compañeros, deberá afrontar también el desdén y la burla por su condición de indígena. Pero él no se deja amedrentar ni cede al resentimiento.
Aprende a convivir con todos y se hace cargo de las dificultades por las que tiene y tendrá que atravesar. En una ocasión le ocurrió un incidente que demuestra, de algún modo, más allá de lo que podría ser una pelea de niños, el temperamento de Ceferino y cómo debía seguir trabajando sobre sus impulsos.
Testimonia un excompañero: José Allieno: “Un día nos hallábamos jungando al juego de la bandera con Ceferino. Se suscitó un incidente entre Ceferino y yo: él me había tocado y yo debía pararme al punto, pero la partida era muy reñida y quise trampear para ganar: insistí en que no me había tocado. Ceferino protesta. Yo me acaloro y lo llamo tramposo. El me trató de mal hablado y nos fuimos a las manos. En ese momento interviene un Padre y nos separó.”
SIGUE SIENDO MAPUCHE
Por otra parte, Ceferino, aún ejerciendo toda su capacidad de adaptación a la nueva realidad, nunca olvida su ser mapuche. Ante todo, sigue escribiendo y manteniendo contacto con su padre, su madre y otros miembros de su tribu. No se avergüenza de su condición indígena manejando arco y flecha, como quien sabe lo que hace, cuando el P. Beauvoir trae esas armas desde Tierra del Fuego.
Manifiesta sus condiciones de jinete cuando monta el petiso del lechero para dar unas vueltas por las calles de Buenos Aires, recordando los buenos tiempos de Chimpay. Además, cuando tiene la oportunidad de hablar en su lengua con algún misionero, nunca desaprovecha la ocasión.
Especialmente durante las vacaciones que pasaba en Uribelarrea, aprovechaba para hacer largas cabalgatas y ocuparse de todo lo que tenía que ver con la tierra y el campo. Cuenta uno de sus compañeros: “Como yo era el encargado de llevar todas las mañanas la leche del Colegio San Miguel a las Hermanas de María Auxiliadora me pidió el P. Gherra que, ya que iba solo en la jardinera, que llevara al niño Ceferino como compañero, pues le serviría de distracción y paseo. Yo, encantado de tener un compañero de viaje; en pocas horas nos hicimos amigos. En el trayecto quería siempre él manejar el caballo. Yo siempre lo complacía. El me narraba muchas cosas de la Patagonia. Para mí eran todas novedades pero, como no me interesaban, prestaba poca atención. Tanto, que una vez lo interrumpí con una pregunta que no venía al caso. Y él me dijo: “¿Cómo? ¿No le interesan a Ud. mis explicaciones? Si Ud. conociera la Patagonia, vería qué linda es.” Ceferino, a pesar de la lejanía de su tierra, a pesar de su aceptación de la cultura blanca, no deja de permanecer fiel a su cultura, a la Patagonia, a su raza mapuche
SU MADURACIÓN CRISTIANA
Desde su ingreso en el Colegio Pío IX, Ceferino demuestra un interés poco común (por no decir excepecional) por el Evangelio de Jesús que comienza a conocer poco a poco. En realidad, más que de interés, se trata de verdadero entusiasmo. Ante todo, se prepara con gran dedicación a la primera comunión y a la confirmación, hechos que lo marcan profundamente.
A partir de ese momento, comienza a vivir muy intensamente la Eucaristía diaria como el encuentro más profundo y pleno con Jesús. Igualmente, se toma muy en serio la costumbre salesiana de la visita a Jesús Sacramentado. Se va forjando en él una amistad fuerte y sencilla con el Señor. Tiene la conciencia viva de su presencia y la busca todos los días. Sin llamar la atención, sobriamente, pero con gran fidelidad.
Se toma muy en serio el Catecismo y participa también en los Certámenes catequísticos que se realizan en aquellos tiempos. En una ocasión llega a obtener el segundo lugar en uno de estos exigentes concursos. Pero también Ceferino se siente llamado a comunicar a sus compañeros lo que él mismo va aprendiendo. Por eso, se ofrece como auxiliar catequista en un pequeño grupo de chicos que realiza su catecismo en el Oratorio del Colegio San Francisco de Sales.
Pero su apostolado es más amplio. Cuando está entre sus compañeros trata de vivir lo que va asimilando y de acercarlos a Jesús. Lo hace de manera casi espontánea. Siente que el Evangelio está para ser vivido y comunicado. Por eso, va despertando en su corazón el deseo de servir la causa del Reino entregándose totalmente a ella. Por eso, le abre su conciencia al P. José Vespignani en la Dirección Espiritual y, con su ayuda, va haciendo el camino del discernimiento para reconocer qué es lo que Dios le está pidiendo.
Trata de superar sus defectos y de orientar todas sus energías en la vivencia del Evangelio. Por eso, una de las grandes alegrías que tuvo el adolescente mapuche fue la gran misión que Monseñor Cagliero realizó en la tribu Namuncurá, en San Ignacio.
En esa misión, Cagliero preparó personalmente al cacique quien, el 25 de marzo de 1901 realizó su primera comunión y luego su confirmación. El mismo Cagliero después le transmitió personalmente los hermosos resultados de la misión. Y Ceferino dirá públicamente luego en un acto de homenaje al primado: “Yo también me haré salesiano y un día iré con Monseñor Cagliero a enseñar a mis hermanos el camino del cielo, como me lo enseñaron a mí”.
fuente: http://ceferino.dbp.org.ar/
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